Nací en la ciudad, pero sin tener el poder de elegir, crecí en un pueblo chico.

Papá lo eligió porque quería darle a su hija una infancia rodeada de todas las delicias que tiene para ofrecer una localidad pequeña donde la mayoría de las personas se conocen entre sí. No puedo negar que eso se cumplió, ya que sólo al cruzar la puerta principal, comenzaba otro pequeño mundo donde muchas experiencias llegarían para completar la enseñanza de mi vida: la calle de mi casa.

Salir a la calle y saludar a todos los vecinos que te ven pasar camino al colegio desde el pre-escolar hasta la secundaria, las largas horas jugando en la calle con la tranquilidad de saber que el peligro mayor es una caída, el grupo de amigos del barrio que golpean a la puerta todos los días con una aventura nueva. Los domingos se mezclaban los olores de las cocinas de mamás y abuelas, sonaban las voces de los relatores del partido de la tarde, las sillas salían a la vereda porque es hora de tomar mate y afuera está más fresco.

Fue en esa calle donde nuevas emociones empezaron a nacer. Caminando por una vereda hizo falta que esa persona pasara para que el pulso perdiera su ritmo, las mejillas tomaran el color de una manzana madura y los ojos se abrieran con sorpresa. En las rejas del vecino de enfrente se sentó ese chico con la sonrisa contagiosa e hizo que el partido de fútbol que interrumpía el tránsito de una calle tranquila dejara de ser interesante. En un anochecer de otoño, llegó esa camioneta manejada por el muchacho que traía un regalo de cumpleaños adelantado, y que volvería el día del festejo para sentarse en el cordón de la vereda a hacerte olvidar de los demás invitados. En ese mismo cordón, y al resguardo de la mora, una lluvia de verano vino a completar una escena de película y a ser testigo de un amor que se confesó tarde y un beso que nunca pudo ser.

Una calle de una cuadra que cambiaba de medida de acuerdo a la ocasión. Nunca fue tan corta como esa caminata con una vecina mientras contaba una historia imposible de dejar de escuchar, ni tan larga como esa primera vuelta de bicicleta donde pedalear no parecía suficiente para llevar una línea recta hasta la esquina. Corrimos y caminamos, cada paso dejando un poco de nuestra historia.

Una calle que me vio crecer, pero yo no pude decir lo mismo de ella. Las casas, al igual que muchas de las personas que las habitaban, mostraban el implacable paso del tiempo, llenándose de marcas dejadas cual arrugas en la piel de un mortal. Quien fue hijo era padre, quien fue padre abuelo y los apellidos seguían siendo los mismos, aunque las caras fueran ligeramente distintas.

Con el tiempo, diecisiete años más tarde para ser exacta, fue hora de decirle adiós al paisaje que me acompañó durante tanto tiempo. Mi rutina de vida se había desarrollado en mi lugar de origen, por lo que el pueblo pasó a ser una ubicación inconveniente para el día a día; quién diría que las raíces pueden tener tanto poder en nuestra vida. Una casa vacía, un camión ocupando la mitad de la calle, vecinos atentos al momento de decir adiós, una última vuelta a la esquina. Lágrimas en el auto, nostalgia por una vida y esperanza por una nueva aventura.

El día que volví.

Con el tiempo volví a cual fue mi hogar durante tantos años. Al igual que las casas, la vida dejó su marca en mí y como viejas amigas que pasan por una separación, nos recibimos con brazos abiertos. Los olores, el sentir del pavimento al bajar del auto, los saludos de los vecinos sorprendidos por la llegada de una visitante del pasado. El cielo era gris, como si supiera que ese día una añoranza se haría presente en mi pecho cuando emprendiera el regreso a la ciudad.

Ya no era mi hogar, yo ya no era parte de ella. Sin embargo, una parte de ella siempre se quedaría conmigo, la enseñanza que sólo la calle puede darnos: la de la vida y todas sus pequeñas y hermosas experiencias que nos llenan de recuerdos cargados de sentimientos.

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