La amplia frente del hombrecito comenzó a brillar de sudor fino. Lo vi al acercarme al mostrador. Era esmirriado, de lentes; llevaba una camisa a cuadros, un jean sujeto con un ancho cinturón de cuero y mocasines. La cara del vendedor parecía anunciar que en cualquier momento le lanzaba un puñetazo. Mi turno era el inmediato siguiente y ya había unas cinco personas más. Hacía calor.
El vendedor, con una pieza de PVC en la mano, con sus ojos negros clavados en el hombrecito dijo, levantando la voz:
-Es que usted me dice que le hace falta “el cosito, esa cosa que va en la bomba de filtrado”, pero yo no tengo cosas ni cositos, señor, tengo cuplas, arandelas, caños, émbolos…pero no “cosas”.
Siempre en las esperas trato de emplear mi mente en algo útil. Lo primero que pensé es que si bien el vendedor tenía sus motivos para ofuscarse con un cliente que le pide un “cosito”, en el fondo había algo que no parecía lógico. Recordé entonces la monografía de filosofía que tenía pendiente de entrega en la facultad, que no lograba terminar de redondear.
En medio de estos devaneos, veía que el hombrecito le indicaba al vendedor que se acercara y le mascullaba algo cerca del oído. Éste se irguió bruscamente y abriendo los brazos exclamó:
-La cosa, señorrr…¡la cosa es nada!
Genial. Esa declaración me dio el hilo central de mi trabajo. “La cosa es nada”. Pero, ¿la “cosa” no es res extensa? Según tenía entendido, es la sustancia, ¿cómo va a ser “nada”? Algo no funcionaba en aquellosconceptos. Parecía que andaba por los bordes del existencialismo. Y todo porque un tipo no sabía definir una pieza para el funcionamiento del filtrado de su piscina.
El hombrecito volvió a estirarse sobre el mostrador para decirle algo al oído al vendedor, quien, meneando la cabeza, desapareció entre los anaqueles y volvió al cabo de pocos minutos con tres piezas. Las embolsó, se las depositó en las manos y cantó mi número. El hombrecito pagó en la caja y salió de la ferretería sin mirar al ramillete de gente que esperaba con caras contrariadas. Yo compré el repuesto para el inodoro y me fui directamente a poner por escrito el episodio, pues se me había ocurrido que le pondría un toque de originalidad a mi monografía si la desarrollaba entrelazando esta breve historia.
A la semana completé mi flamante monografía, en la cual intercalé el más duro razonamiento sobre el viejo problema de la existencia de las ideas con la descripción sarcástica del pusilánime hombrecito y sus apelaciones al cosito y la cosa. Llegué contento a la facultad, subí al segundo piso, a la cátedra de filosofía. Me atendió el secretario y me dijo que el profesor titular estaba de vacaciones, pero que el nuevo profesor de trabajos prácticos me recibiría el trabajo.
-Justamente, ahí viene llegando -dijo el secretario señalando la puerta a mis espaldas.
Me di vuelta y ahí estaba, portando un maletín gastado, el nuevo profesor de trabajos prácticos: ¡era el hombrecito de la ferretería!
-El joven viene a entregar una monografía, profesor -le dice el secretario.
-Bien, dejo mis cosas en el escritorio y se la recibo -contestó el hombrecito mirándome apenas, y con pasos cortos y rápidos desapareció por la puerta lateral de la secretaría.
“Ay”, me dije, “la cosa se puso fea”. No había tiempo que perder. Le dije al secretario que me había olvidado algo; salí a paso vivo de la facultad y en dos días tuve que rehacer mi trabajo, que devino en una colección de afirmaciones deshilachadas e insípidas.
Así son las cosas.
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