A mi tío lo mataron dos veces. La primera fue tirándolo del afilado acantilado que hay al salir de la villa y, la segunda, ahorcándolo en la vieja viga de madera del comedor de su casa. A todo esto yo solo podía decir que estaba muerto de pena, ahí, junto a mí, sentado en la butaca que tenía justo a la derecha.

Vino a vivir con nosotros tras la muerte de mi tía Aurelia y desde entonces no pisó la calle, se sumergió en un estado catatónico que le hizo perder cualquier vínculo con la normalidad. Lo único que parecía hacerle presente era meterse la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón, el que fuera, y tocar ese pequeño cuaderno cuadriculado en el que había las últimas palabras de su mujer.

Me podía imaginar que le tomaría su tiempo regresar ileso de los recuerdos, pero esperaba siempre con anhelo el momento en que volviera de su catarsis. Y así fue, no sé exactamente cómo ni cuándo, pero después de muchos meses de letargo empezó a salir de esos días rotos e injustos en una mirada al exterior.

De repente no abandonaba el teléfono y se interesaba por todo lo referente a las noticias de actualidad, en especial los siniestros. Me sorprendía sentir su mirada insidiosa y un leve bienestar cada vez que los accidentes o las catástrofes eran más cercanos a nuestra realidad; además, era increíble ver como se reforzaba la relación causa-efecto entre esos sucesos y su actitud afanosa de estar frente al teléfono. Solo me quedaba pensar que mi tío se había vuelto loco esperando una llamada del más allá o que se alegraba del mal ajeno para paliar el suyo.

Desde donde alcanzaba, por aquel entonces, mi entendimiento de pre-adolescente, me dirigí a la cocina y le pregunté a mi madre:

– Mamá, ¿qué le pasa al tío?

Ella dejó de batir para abrir y cerrar el armario que tenía frente a su cabeza, sin disimular en buscar algo, para seguir batiendo más lentamente mientras me respondía con una de esas miradas de siquieresloentenderás:

– Tu tío siente que está de salida.

Volví confuso al comedor mientras sonaba el teléfono y vi, como siempre, a mi tío corriendo para cazar esa llamada que parecía estar a tres segundos de un milagro. Unos cuantos monosílabos y, por fin, lo reconocí de vuelta. Desde su garganta en vilo nació toda esa preñez de sentimientos en un “tengo donante”.

Fue en ese momento donde bauticé mi meta: sería doctor.

Desde entonces, todos estos años de profesión, mi vocación y su ética se han erigido sobre ese sentimiento que me atravesó. Es por eso que cuando me llegó el rumor cansado de que algunos compañeros, aunque pocos, habían sucumbido a las proposiciones de las empresas sanitarias en pro de una sanidad manufacturada y en detrimento del paciente, me sentí afectado.

Pareciera haberse abierto la caja de Pandora y en los noticieros no paraban de denunciarse diferentes casos: envenenamiento sistémico por cobalto por unas prótesis de cadera, síndrome de las partículas que podía derivar en diferentes tipos de cáncer, por unas prótesis de rodillas; diferentes muertes y complicaciones severas por dispositivos de esterilización, muertes por la mala praxis de un modelo de robot que pasó un control indulgente…

Con tal circo mediático uno no podía más que morderse la lengua para no decir las peores palabras de la calle frente a tales injusticias. Facultativos con gran evidencia de pruebas que los inculpaban, bajo la pregunta “¿Es usted culpable de los cargos que se le imputan?”, respondían rotundamente negándolo con una imperceptible sonrisa, que judicialmente no implicaba nada, pero moralmente sí.

Fue vergonzoso ver como algunos de estos dictámenes acabaron en una resolución indemne, pero pasaron los años, y, cuando los escándalos amainaron, llegó mi día.

Entró en mi consulta un afable comercial que con la mejor de sus sonrisas me miraba con ojos de ser un atajo a su quinta cifra de la nómina. Se presentó muy animadamente y, superadas todas las formalidades, pasó a dar espacio a su discurso.

Moral de hiel. Sonrisa comercial. Maletín y propuesta sobre la mesa.

Empezó a mostrarme un catálogo de artilugios que parecían ser la panacea de cualquier mal. Personalmente tenía el conocimiento de que algunos de ellos eran dispositivos conexos y, como sucedáneos, sabía que no se ceñían a las normativas reglamentarias y quizás intentaría negociar con negligencia.

-Podría venderle estas doscientas unidades de alta calidad por diez mil euros, pero en el caso de que se decida por este otro modelo la venta se gestionaría diferente. Tendría una pequeña retribución del diez por ciento por cada unidad y una magnífica semana de crucero para dos personas con todos los gastos incluidos. Donde usted quisiera. ¿Qué le parece?

Me quedé sin palabras. Frente al envés de una ética cariada que se pasea dentro un maletín de apariencia noble, y apretones de manos que sucumben a lo que dictan los intereses de un bolsillo y un mallete sordo, a mí solo me quedó decir:

– Señor, no sé a cuánto tienen el kilo de sufrimiento, pero ¿qué pasa cuando se confunde el horror con unas vacaciones?

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