Se podría decir que siempre he sido un tipo bastante vago y, precisamente por eso, lleno de planes indeterminados. Pero no recuerdo, más allá de los últimos dos años, haber estado siempre acosado por un cansancio insuperable, y claro, rezumando ideas y proyectos de carácter abstracto. El cansancio es un compañero de viaje desagradable, pero más desagradable es el sedentarismo, o eso me digo cuando no puedo más, cuando llevo semanas durmiendo una o tres horas cada noche y las paredes de mi piso no toleran más negrura y nicotina. Quisiera presentarme, pero antes déjenme una reflexión más sobre el cansancio: lo que ocurre esencialmente cuando uno está cansado día tras día es que quiere hacer una infinidad de cosas, pero al final no hace ninguna, sino que más bien las cosas le hacen a uno, convirtiéndose pues en un mero objeto del destino, o de la historia del espíritu o de los procesos de producción, o de lo que sea. Es decir que uno es un Eros venido a menos, pero un Eros a fin de cuentas, sólo que mermado por un hastío que viene como de fuera, como impuesto, que le deja a uno en la más absoluta indigencia; pero ¿quién puede arrebatar a Eros su potencia, su herencia paterna? ¿Otros dioses más positivos y con un origen más definido? Para el caso lo mismo nos da, puesto que tratamos ahora de un hecho, puro factum, es decir, pura nada, si acaso fantasía o delirio, pero no quisiera ponerme dramático sin motivo; vayamos pues con los motivos.

Empecé a escribir en los últimos años de la educación secundaria. Sobre todo intentaba escribir canciones emulando a mis ídolos de rap. No era un mal estudiante, o al menos no lo era hasta que empecé a escribir. Si empecé a escribir fue por mala fe, o dicho en otras palabras, por una crisis de fe. Aunque quizá exagero. Empecé a sentir vergüenza de ir cada domingo a misa en mi parroquia, aunque siendo más honesto podría decir que me dolía creer en Dios, y siendo todavía más honesto, que me jodía que los chavales de mi clase que ya fumaban y salían con chicas se rieran de mí por creer en Dios. Me convertí, en consecuencia, un ateo negativo y comencé a fumar. Luego comencé a no estudiar y a salir con chicas hermosas pero insoportables y a fumar marihuana y hachís, y a beber vodka barato y litronas de cerveza.

Pero seamos claros: yo dejé de creer en Dios, pero seguí siendo un meapilas, un buenazo o, como diría Nietzsche, un cristiano alevoso. Y me daba perfecta cuenta de ello lo que agudizaba mi angustia. Yo juro que me esforzaba: llevaba parches y chapas con cruces tachadas y lemas anticlericales, salía con gente mala, que robaba y pegaba a otra gente (en teoría por motivos ideológicos, pero solo era un pretexto para ejercer la violencia que en ellos brotaba de forma natural), aunque yo nunca lo hice. Pero presumí de haberlo hecho («me he vanagloriado (¿por qué) de varias malas acciones que jamás he cometido», decía Baudelaire, y yo por aquellas sin saberlo), delante de chicas con crestas de colores, miradas enigmáticas, medias rotas y piercings en la nariz y los labios, sin conseguir otra que una profunda envidia y un sentimiento de extrañeza radical al contemplar como estas chicas guapísimas y extravagantes hacían todo tipo de perversiones con los hijoputas que se decían mis amigos.

Veréis, si era radical en este sentido es porque en los aspectos menos abstractos era del todo incapaz de pecar. Me decía que la traición a Dios tenía que ser absoluta y descubrí que la mejor manera de cometer mi felonía era abrazar la sensualidad y el erotismo como fines últimos de mi existencia. Entonces dejé de leer fragmentos de socialistas utópicos para impresionar a las chicas y comencé a leer a los autores españoles de la generación del 98. Así, sin darme cuenta, se aproximaba como el fantasma que recorrió Europa (y que resulto ser precisamente eso, ni más ni menos que un triste fantasma), la condición para la ruptura con mis valores negativos. Si hasta entonces mi rebelión había sido una vaga negación en forma de pretendida ausencia de virtud, o de rechazo superficial de la virtud, en esos momentos comencé a sentirme afirmativo, es decir, comencé a comprender que podía hacer el mal.

Perdí la virginidad con Luna, una muchacha un par de años mayor que yo, gorda y encantadora, que aparentemente tenía un trasfondo similar al mío, es decir, anhelo de integrarse en un grupo entretejido bajo una falsa idea de libertad. Sus amigos, a diferencia de los míos que eran unos hijoputas, eran un grupo de marginados que habían hecho piña para no ser asesinados y violados por el conjunto de la sociedad. Ella se enamoró de mí y yo del florecer de la sexualidad, de la hermosura del placer, no sólo físico, sino del placer de la conquista o, lo que es lo mismo, del placer de la contradicción inmediata entre el puro querer y el tedioso tener; consecuentemente, tras unos meses de polvetes torpes la engañé en cuanto tuve oportunidad y no me sentí mal, al contrario, sentí que todo aquello tenía un sentido real, una razón de ser a la que más valía no contradecir. No obstante, permanecí fiel a cierto modo de respeto y aunque nunca le dije a Luna el motivo, corté con ella para no seguir engañándola, aunque cortar es decir mucho, más bien, dejé de responder a sus llamadas y mensajes. A las tres semanas de esta actitud me mandó una carta de varias páginas confesándome su amor y rogándome que diera señales de vida. Yo leí la carta con un amigo, y los dos nos descojonamos de risa, aunque yo interiormente sentía una repugnancia infinita, desgarradora.

«Este sí que es el sabor del mal» me dije, con la que seguramente fue la primera sonrisa amarga de mi vida.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS