El aire de la ciudad estaba perfumado por el aroma de neumáticos desgastados. Las calles, iluminadas por los neones de los bares, inundaban a Lucca con un profundo sentimiento de desasosiego, que cubría su cuerpo desde los pies a la cabeza. El ruido de los pitidos y el ajetreo nocturno marcaba el ritmo de sus pasos, como si, la propia calle, de forma consciente, le guiase hasta un lugar donde él debía ir. Las órdenes del vicesecretario habían sido claras: “Pasea por el Cabañal el martes a medianoche, sabrás dónde ir”.

Aquel hombre tenía razón, Lucca nunca había puesto un pie en ese barrio, pero, pese a ello, conocía, o más bien, intuía, el lugar donde debía presentarse. Cuando llegó a la entrada del local, ubicado en una callejuela, no le hizo falta mirar el nombre de aquel pequeño bar para saber que ese era el lugar sobre el que aquel hombre le había hablado.

Nada más entrar, Lucca se dirigió a la barra, pidió un “Rob Roy” con hielo e inspeccionó aquel lugar. El pub era un pequeño establecimiento de dos pisos, unidos toscamente por unas desgastadas escaleras de roble bajo las cuales se divisaba la pequeña barra de bar donde en esos momentos apoyaba la espalda.

Cuando el barman le sirvió su “Rob Roy” con hielo, Lucca se lo acercó suavemente a la boca y, tras pegarle un pequeño sorbo, arrugó su nariz en un severo gesto de disgusto. Él no era un gran bebedor, es más, era extraño que se tomase algo más que una cerveza de forma casual en algún evento social. Aquella era la primera vez que tomaba whiskey, y la primera vez que lo pedía. Lo había hecho sin pensar, y eso era algo que le inquietaba de sobremanera.

Junto a su vaso de “Rob Roy” le habían servido unos frutos secos de acompañamiento y le habían acercado un pequeño posavasos de cuero que, bajo minuciosa inspección, Lucca había decretado como falso. Se trataba de un posavasos pequeño, grueso y particularmente feo. Cumplía su función, sí, pero lo hacía de forma poco agradable, como un oficinista desgastado por el trabajo y ya entrado en años. Cumplir cumplía, pero poco más. Además, parecía que lo habían rajado por un lateral.

En ese lateral rajado fue donde Lucca encontró lo que había venido a buscar pero no sabía que buscaba. Hurgando entre las entrañas de aquel horrendo posavasos encontró una pequeña nota cuidadosamente doblada que, tras extraerla con éxito de aquel oficinista ya entrado en años, guardó en el bolsillo interior de su chaqueta azul.

Lucca pegó otro trago a su ya aguado “Rob Roy” e inspeccionó cuidadosamente la planta baja de aquel bar. El local no estaba muy lleno, pero había una cantidad de gente destacable para tratarse de un martes por la noche. En una gran mesa de abedul pegada a la esquina, unos cuantos oficinistas tomaban unas cervezas mientras charlaban alegremente sobre las desventuras de un oficio como el suyo. Entre risas, se podía escuchar como ponían a parir a sus respectivos jefes por obligarles a hacer horas extras y cómo puntuaban a sus compañeras de trabajo. Lucca se preguntó si ese era el destino que le esperaba. Sinceramente, él no se veía dando la chapa ocho horas en un trabajo de oficina a jornada completa. Pero ya estaba en su segundo año de carrera y era consciente de que aquello era lo que se esperaba de él.

Al fondo de la sala, tres chicas se habían agrupado alrededor de una pequeña mesa redonda, también de abedul. Por su aspecto, parecían uno o dos años mayores que Lucca. Posiblemente se tratasen de tres compañeras de carrera que habían decidido tomar unas copas para combatir el estrés producido por las intensas clases. A un lado de la mesa, bastante juntas, estaban dos de ellas y, pese a que el pelo de ambas era de un color negruzco, una lo llevaba corto mientas que la otra se lo había recogido en una coleta. La del pelo corto era sensiblemente más alta y esbelta que la del pelo recogido, pero las dos parecían asemejarse bastante, aunque no tanto como para parecer hermanas. Ambas iban ataviadas con un top negro, pantalones largos, también negros, y unas botas de estilo militar. Pero la bajita llevaba un “choker” negro de tela con una perla de plástico a la altura de la nuez y se le podía ver una parte de su sujetador de encaje en la zona del escote.

Frente a ellas, se encontraba la tercera integrante aquel grupo de amigas que, en contraste con las otras dos, destacaba más.

Su pelo, al contrario que el de sus amigas, era de un color rojo intenso y, en su pálida cara, se podían distinguir unas pequeñas pecas que se expandían alrededor de sus pómulos. Ésta, al igual que la muchacha bajita, también llevaba un “chóker”, solo que ésta parecía haber optado por un modelo hecho de plástico que simulaba un diseño de encaje.

Vestía con unos pantalones vaqueros azules, sujetos por un cinturón de piel negro, que le cubrían hasta el ombligo y, ajustada dentro de aquellos vaqueros, se erguía una camiseta de los Rolling Stones que, junto a una imagen de los integrantes del grupo, anunciaba su gira del 82. Si se miraba aquella camiseta desde el ángulo preciso, los pechos de aquella chica provocaban que la cara impresa de Mick Jagger se deformase de tal forma que pareciese estar frunciendo el ceño.

Cuando los ojos de Lucca se cruzaron con los de Jagger, no pudo evitar retroceder. Cual pequeño roedor al divisar a un depredador, se había sentido intimidado por la severa mirada de aquel cantante de rock, como si éste estuviese juzgando sus indiscretas miradas a aquel grupo de estudiantes. Pero Lucca no tardó en recordar que ese no era el auténtico Mick Jagger, sino una simple camiseta. De todas formas, ¿Qué interés podría tener una estrella del rock en un pequeño bar de Valencia?

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