A veces sueño con un silencio absoluto, una especie de prado de mucha blancura, porque el silencio perfecto es blanco, todo mundo sabe eso, un lugar donde los autos se arrastran mudos y ni siquiera el ladrido de los perros se alcanza a percibir, como sueño, la cosa funciona perfecta, el problema como siempre, es la realidad y lo difícil de hacer que una cosa se ajuste a la otra y al revés, mi esposa piensa que la engaño y es mejor así, como iba a explicarle las salidas por el barrio después de la medianoche o la vuelta justo antes de que amanezca, con el sol ya amenazando y el hambre cerrándome la garganta como una cuerda vieja y rasposa, los pies mojados y la ropa húmeda por la bruma, vivir en los suburbios no es nada fácil, uno se pasa el día trabajando y cuando llega a su casa tiene que lidiar con los hijos del vecino, con los mendigos y los policías corruptos y con el gordo del kiosco que vende falopa de noche y arregla taxis o los borrachos que se tambalean en la vereda vomitando y subiéndose encima de los perros y las adolescentes empastilladas, lo bueno es que nadie se preocupa demasiado cuando alguno desaparece sin dejar rastros, a lo mucho, algunas preguntas que tienen siempre la misma respuesta, yo no vi nada, ni escuché nada, de vez en cuando, desvelado, escribo repetidamente la palabra silencio, cien veces, doscientas, quinientas, un millón, lo que sea, hasta calmarme un poco y poder volver a intentar el sueño, mi esposa me da la espalda y se tapa con la almohada, diciéndome cuanto me odia con esos gestos fingidos, un poco dramáticos, un poco de novela barata de celos constantes, por eso ahora me pongo a escribir esto, para intentar explicar que cada una de esas desapariciones tiene una especie de justificación estética, o mejor dicho, auditiva: a veces sueño con un silencio absoluto.
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