Dibujando límites

Dibujando límites

Esther García

25/02/2019

Remangaba temerosamente la manga de su vieja chaqueta. Se debatía entre la necesidad de comprobar si la rara afección que lo aquejaba había evolucionado y el pavor de que así fuera, quería mirar y, al mismo tiempo, no quería ver. Según avanzaba, su pálido antebrazo iba quedando expuesto a la luz del sol que se colaba por la ventana. Se detuvo justo antes de llegar a la parte afectada. Su corazón se desbocó dentro de su pecho, y el aliento se le agrió por la ansiedad. Respirando fuertemente dio un último tirón y dejó totalmente a la vista su … ¿brazo?

La barriga le dio un vuelco cuando ante sus ojos apareció el avance de la enfermedad. Del codo hasta casi la muñeca, los límites de su brazo habían desaparecido, y ya no podía saber dónde empezaba y dónde terminaba su extremidad. Se bajó la manga a toda prisa y emprendió una marcha errática por su casa, mientras rumiaba su terror e intentaba llegar a alguna solución mágica a base de darle vueltas a la cabeza.

Si los límites de algo no son cognoscibles, ¿existe ese algo? ¿Tenía brazo o no lo tenía? De pronto lanzó una risita histérica, ¿podía decirse que tenía el brazo de Schrödinguer? Tal vez debería enseñarle su no-brazo derecho a alguien, y preguntarle si veía las líneas donde se suponía que terminaba su carne y empezaba el mundo exterior. Pero… ¿Acaso que otra persona las viera cambiaría algo? ¿El problema no era, más bien, que él no las veía? Se imaginaba el rostro de su interlocutor: primero se reiría y pensaría que era víctima de una tomadura de pelo, puede que hasta buscara una cámara oculta. Luego, la expresión jocosa se iría torciendo, pasando a ser una mueca de incredulidad y, finalmente, de temor. Seguramente a esas alturas ya pensaría que había dado con un loco que podía ser peligroso. Un loco… ¿Se estaba volviendo loco? Si era así, eso significaría que los límites de su brazo seguían estando ahí, aunque él no los viera, ¿no? Tal vez el diagnóstico de locura de un psiquiatra respetable le devolviera su extremidad. Tal vez ser consciente de su percepción alterada de la realidad tuviera la espontánea consecuencia de su curación, como cuando uno confiesa sus pecados y por ello, es perdonado por Dios.

Suspiró frustrado, dejándose caer en su sillón de lectura. Todo había empezado una mañana perfectamente normal, hacía medio mes. Estaba secándose después de ducharse y, al llegar a su antebrazo derecho, no había podido establecer dónde empezaba y dónde terminaba su codo. El pánico se apoderó de él, y su mente se convirtió en un hervidero de sugerencias de enfermedades que causaran ese extraño fenómeno. Desde ese momento, la progresión fue continua e implacable, y no volvió a tener ni un día feliz.

Aunque, siendo honestos, la infelicidad venía acompañándolo desde mucho antes. Si tuviera que señalar el momento exacto, este fue cuando consiguió el trabajo que siempre soñó: profesor de antropología en una prestigiosa universidad. ¡Qué cruelmente irónica es la vida! Al verse por primera vez ante sus alumnos, todos mirándolo con aquellos gestos de expectación, se sintió grotescamente fuera de lugar, como un farsante, y todo el temario que tenía preparado con mimo para la sesión se evaporó de su mente, dejándolo como si estuviera desnudo ante aquella congregación estudiantil. Por los gestos de su alumnado supo que lo veían como un estúpido y gordo profesor balbuceante. Seguro que al verlo allí, vomitando incoherencias, rojo como un tomate, estaban arrepintiéndose de haberse matriculado en su asignatura. Ese día no pudo dar la clase, y tuvo que escabullirse con excusas. Solo tardó quince días en pedir la baja. En lugar de mejorar, después de esa primera experiencia todo había ido a peor. Se sentía miserable, y no quería hablar con nadie. Empezó a encerrarse en casa, ya que hasta los gestos de la gente que encontraba por la calle le parecían impregnados en burla y desprecio, como si solo con mirarlo supieran la historia de su gran fracaso.

Fuera de la sociedad el hombre es una bestia o un dios, había dicho Aristóteles. Era cierto que, desde su encierro, los eventos más importantes de sus días eran sus tres comidas. Se imaginaba que así vivían las bestias. Por otro lado, los límites de su cuerpo estaban desvaneciéndose, estaba haciéndose etéreo, ¿no lo asemejaba eso a un dios? Mientras reflexionaba quiso comprobar cómo iba su brazo, pero al mirar no pudo encontrar ni su mano. ¡Esa cosa había avanzado en cuestión de minutos! Se levantó de un salto y empezó a buscar sus cosas: tenía que ir a urgencias en ese mismo momento, o temía llegar a desaparecer cuando menos lo esperara.

Recorrió todo el camino que lo separaba de urgencias con la mirada clavada en el suelo para no ver a nadie, sintiéndose tan raro ahí fuera, tan expuesto, que el corazón se le iba a salir por la boca. Cuando tuvo que entregarle su tarjeta sanitaria a la doctora para pedir turno, las palabras se le enredaron en la lengua y los nervios iniciaron su escalada. Tenía la sensación de que todo el mundo estaba atento a sus balbuceos y se empezó a marear. ¡Mierda, le faltaba el aire! Se sentó en el suelo temiendo desmayarse. Entonces alguien le preguntó si necesitaba ayuda, ofreciéndole su mano. Era un enfermero joven, con un gesto de amabilidad muy diferente al de los rostros burlones que veía en su imaginación. Tal vez por eso no se paró a pensarlo y agarró la mano ofrecida. De repente se dio cuenta de algo asombroso: ahí estaba de nuevo su mano derecha, ahí todos los límites que había creído perder, dibujados nítidamente en el contraste entre su piel y la del enfermero. En un instante entendió todo lo que le había estado pasando: todo lo que somos existe en contraste con lo que son los demás, y sin eso, desaparecemos. Sosteniendo esa mano, se levantó del suelo.

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