El hedonismo de los pobres

El hedonismo de los pobres

Sentado en un banco al sol de una mañana de abril se preguntaba de dónde sacaría los 20 euros que le faltaban para pagar la luz. Metió su mano en el bolsillo una vez más para comprobar que el ruido que hacía era sólo el tintineo de unas monedas. Llevaba andando más de una hora y estaba cansado, por eso se había sentado un rato en ese banco del parque. El médico le había dicho que si seguía con esos niveles de colesterol, «la patata le explotaría, jejeje». Suponía que el médico tenía un día de esos en los que le gustaba hacer chistes malos. A él, como es de suponer, no le había hecho ni puta gracia. Claro que a alguien con un trabajo estable le era mucho más fácil tener días de buen humor. Además de caminar le había recomendado un estricto régimen de comidas. Sí claro, su economía estaba como para tener un menú de lechuga y pechuga.

El sol primaveral se abría paso entre las ramas de los árboles y le calentaba el cuerpo y la cara reconfortándolo. Hacía tres años que estaba parado y cada vez era más difícil llegar a final de mes sin dejar a deber algo a alguien. Pero hasta el momento se lo había tomado con calma ¿qué podía hacer si no? Hacía ya tiempo que se había olvidado de llevar a sus hijos a la playa cada año en verano, ahora procuraba encontrar la manera de ir los domingos al campo más cercano con bocadillos de mortadela, patatas fritas de bolsa y la nevera llena de cerveza y refrescos de marca blanca. A pesar de todo era un buen plan, disfrutaba mucho viendo a los niños corretear por los bosques de pinos buscando piedras y palos con los que molestar a otros domingueros.

Cuando trabajaba echaba de menos no tener tiempo libre, apenas algún domingo del mes, ahora tenía todo el que quería. Tanto que ya no sabía qué hacer con él. El tiempo que le sobraba después de echar currículos a diestro y siniestro, de ir a miles de entrevistas de trabajo, lo empleaba en dar grandes caminatas mientras pensaba la manera de salir de su mala situación. En realidad, hasta que se le acabó la ayuda familiar seguía sintiéndose afortunado: tenía su casa pagada, no faltaba la comida para su familia y podía afrontar, aunque con estrecheces, las facturas de cada mes. Pero había algo que lo atormentaba profundamente. Casi cada noche se despertaba de madrugada con la angustia de no saber quién era. Durante todos los años que formó parte del gran ejército de los “pequeños chicos trabajadores” sabía que él era un anónimo ser útil para la sociedad y su familia. Pagaba sus impuestos, compraba montones de cosas que daban vida a los comercios de su barrio, era un buen profesional, apreciado por sus compañeros y sus jefes… Cada mañana se levantaba con un objetivo concreto, sabía qué tenía que hacer en cada momento. Había problemas y él sabía cómo resolverlos. Se sentía fuerte y alguien, minúsculo, pero alguien. Ahora no sabía qué clase de persona era: de momento, una a quien nadie quiere contratar. Alguien que vive de la forzada caridad del estado social, un paria que succiona los recursos que otros van aportando con tanto empeño. Recordaba cómo protestaban él y sus compañeros con los pellizcos que la hacienda pública propinaba a sus nóminas cada mes. Recordaba los exabruptos de su cuñado, el autónomo, cuando berreaba diciendo que eran los únicos que levantaban el país con su esfuerzo. Bendita ignorancia del destino, cuando ninguno de ellos sospechaba lo mal que podían llegar a ir las cosas.

Ahora se sentía un don nadie, un desecho defecado por el mecanismo infernal de la economía internacional. Pero aún así había que seguir adelante y para ello aprendió a no pensar. Cada vez que le subía desde el estómago la angustia existencial, paraba la desenfrenada máquina de su mente y, siguiendo el consejo de su médico humorista, se echaba a andar a la calle, con sol, con frío, con lluvia… kilómetros y kilómetros de fervor andariego que calmaban su alma y su inquietud. Procuraba hacer coincidir el final sus paseos con la salida del colegio de sus hijos y así poder recogerlos. Disfrutaba de las charlas con los niños de camino a casa, era una de las cosas que había ganado con su inactividad laboral. Ahora podía compartir con ellos sus inquietudes e ilusiones, aunque tenía que hacer un gran esfuerzo para no llorar al ver sus raídos chaquetones y mochilas heredados de algún primo mayor. A veces los niños protestaban por no tener éste o aquél videojuego de moda que otros niños tenían y él intentaba hacerles comprender algo que sólo había aprendido después de la catástrofe: que no había nada en el mundo que fuera realmente necesario más que el hecho de que mamá estaba en casa esperándolos con unos macarrones riquísimos hechos con amor y muchas calorías; que papá podía jugar con ellos siempre que quisieran; que por la noche podían dormir apretujaditos en un humilde pero acogedor hogar; que la cosa no estaba tan mal teniendo en cuenta que podría llegar a estar mucho peor; que estaban sanos, que eran fuertes, que algún día todo cambiaría…

Al delicioso sol de la mañana, sentado en el banco del parque con los ojos deslumbrados por la luz primaveral, sentía que, después de todo, la vida no era tan mala.

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