La Plaza

Siempre me pregunté por qué le llamaban plaza. En realidad, más que una plaza, era un solar rodeado de edificios de reciente construcción en un buen barrio de Madrid. En uno de esos edificios vivía yo. Cuando llegué allí con seis años, acababa de salir de Cuba y no tenía mucha idea de los usos y costumbres de los niños españoles. Era más bien tímida, hablaba con acento cubano y despertaba la curiosidad de los niños que me miraban raro. Pronto conocí a unas vecinitas que vivían en mi edificio y con ellas empecé a hacer vida social infantil en aquella plaza-solar.

– Nos bajamos a la plaza, me decían ¿Te vienes?

Mi madre, precavida, le pedía a la chica que trabajaba en casa que bajara conmigo a cuidarme. Concha lo hacía encantada porque así se ponía al día de los cotilleos locales con los porteros.

A la plaza sólo bajábamos a jugar los niños de los edificios colindantes, en su mayoría de familias “bien”. Los chiquillos de los alrededores no eran bienvenidos. Ahí me di cuenta, por primera vez, de que existían clases sociales. Una temporada empezaron a venir unos hermanitos; el mayor, Olegario, tenía orejas de soplillo. Venía con dos o tres hermanos más pequeños y vestían modestamente. Vivían cerca. Los chicos se burlaban de Olegario y le hacían faenas, hasta que un día dejaron de venir. Eran más pobres o de otra clase social; no sé, nunca lo entendí y me daba mucha pena y vergüenza cómo los trataban mis compañeros. Me parecía injusto y cruel.

El solar, que no plaza, era de tierra pisada y estaba rodeado por edificios con soportales en tres de sus lados. En el cuarto lado, el terreno descendía bastante abruptamente hasta una pared medio derruida de ladrillo rojo con agujeros de balas de cuando la guerra. Esa era la zona prohibida. A mis padres les parecía peligroso porque me podía caer y porque los vagabundos de la zona, ahora llamados “sin hogar”, solían entrar a la plaza al anochecer, a veces bebidos, a hacer sus necesidades en la zona, cuando no a dormir en los soportales.

Al principio, yo era muy obediente y no me acercaba a esa parte de la plaza. El miedo a una regañina, o castigo, tan frecuentes en mi infancia, podía más que mi curiosidad. A mis progenitores les condicionaba mucho lo del “qué dirán” y más siendo extranjeros así que yo me pasaba la vida castigada por las cosas más nimias.

La culpa era de los porteros que se inventaban cuentos para vengarse de nosotros, los críos. Que si hacíamos ruido, que si corríamos y les molestábamos… Se creían los amos del lugar. Por supuesto, nos teníamos un odio mortal.

Mis amigas si se metían en la zona prohibida. No tenían miedo a las regañinas porque eran de una familia numerosa y sus padres no se preocupaban tanto como los míos. Yo era hija única. A los chicos se les dejaba hacer todo. En aquella época los padres eran más permisivos con los hijos varones y nunca les regañaban por cosas así. Si se peleaban a pedradas y rodaban por el suelo no pasaba nada. Al rato, estaban tan amigos y los padres ni se enteraban.

Por las tardes, los porteros se reunían en la plaza a jugar al dominó en el verano y a la petanca el resto del año. La moda de este juego la importó al vecindario uno de los porteros que había estado de emigrante en Francia donde, por lo visto, se jugaba mucho. Mientras, las señoras porteras vigilaban los portales a la vez que remendaban ropa o tejían jerséis para la prole.

En esta plaza jugábamos todo el tiempo libre que nos dejaba el colegio. Actividad solo interrumpida cuando alguno aterrizaba con codos y rodillas en el duro suelo y tenía que subir, quejoso yensangrentado, a que le curasen las heridas con mercromina. Después seguíamos jugando, como si nada, presumiendo orgullosos de las heridas de guerra. Jugábamos al tula, al avión, a las chapas, la pelota o saltar a la comba con las chicas y, sobre todo, a indios y vaqueros. Rintintín estaba de moda para los afortunados que tenían televisor. A los demás, nos contaban la serie.

En la plaza formábamos dos grupos. Unos eran los indios malos; los otros, los soldados americanos buenos -algo así como el 7º de Caballería- o los vaqueros, según el día. Los soportales de la plaza hacían de fuerte. Yo siempre era la “Hija del Coronel”. Me había impresionado mucho la película de Olivia de Havilland y Errol Flynn, donde ella era la hija del coronel que mandaba en el fuerte, siempre con vestidos preciosos, en plan heroína. Unas veces me secuestraban los indios y otras, cabalgaba valientemente al lado de los soldados. También teníamos a un Rintintín imaginario ya que ninguno teníamos perro – entonces casi nadie tenía perro, no como ahora- y que siempre estaba de nuestra parte.

Las tardes de verano eran infinitamente largas y jugábamos hasta que oscurecía y nos llamaban a cenar. Subíamos a casa, sucios, agotados y felices haciendo planes para el día siguiente.

De esa época son mis mejores recuerdos.

Pasaron los años y nos hicimos mayores. Ya no jugábamos ni apenas nos saludábamos. Cada uno tenía su propia vida, su camino, su carrera, sus amores. Los soportales habían dejado de ser nuestro fuerte y se habían convertido en un lugar ideal para pelar la pava y aplacar las calenturas amorosas discretamente. La libertad sexual aún no había llegado a nuestro país. ¡Cuántas noches inolvidables en esos soportales!

Hace muchos años que no vivo allí y ahora la plaza es una plaza de verdad, asfaltada, con maceteros y bancos vacíos. Sin embargo, por mucho que he pasado por allí a lo largo de los años, jamás volví a ver a niños jugando ni me encontré a la “Hija del Coronel” cabalgando valientemente con Rintintín a su lado.

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