Calle de doble mano

Calle de doble mano

carlos nicora

12/02/2019

Las encrucijadas oscuras

que lancean cuatro infinitas distancias…

Jorge Luis Borges, Fervor de Buenos Aires

Esa última trompada, la que no viste, fue la decisiva. La que hizo que te golpearas la cabeza contra el cordón de la vereda y quedaras en plena oscuridad. Supiste que era cuestión de segundos para que murieras. Al principio, cuando lo viste, pensaste que ibas a poder. Lástima ese vino de más, pensaste, que te habías tomado en lugar del sachet de leche que tan amablemente te había acercado la señora del chalecito blanco. Así y todo te pusiste de pie. Y fue ahí que viste a los otros tres, grandotes, feroces, rientes. A pesar de sus músculos imbatibles, el más grandote llevaba en la mano un bate de beisbol. No llegaste a distinguir las manos de los otros dos, pero algo también llevaban.

La primera media cuadra se encontraba en sombras, por eso elegiste la puerta de la casa abandonada para establecerte, porque allí había sol, y porque al lado había una querida medianera bajita. Te costó al principio, ¡qué viento!, se volaba todo. Incluso esos cartones que te habían dado en el almacén del otro barrio. Los vecinos de ahí al principio se te acercaron de buena manera. Tal vez, pensaste, me quieran ayudar, aunque a vos te daba lo mismo.

Nadie te reconoció. Tenías diez años cuando te mudaste a otro barrio con tus padres.

Dos linyeras tallados por las costras y el mal olor te iniciaron en la ingesta del vino barato y corporativo. Al poco tiempo comenzaste a hablar solo y a gesticular como si alguien te acompañara. Y a oler mal. Al poco tiempo, te dejó de importar mearte encima.

Durante las primeras mañanas, sobre todo la primera, mirabas todo el tiempo hacia la izquierda, hacia el lugar de dónde habías venido. Sabías que la cuadra en la que estabas era la misma donde habías vivido de niño. Sabías también que a diez cuadras, derechito, estaba tu casa. Imaginabas a tu mujer saliendo a buscarte.

Esa noche destapaste la botella y sacaste las copas más elegantes. Era el cumpleaños de tu esposa, querías sorprenderla. A pesar de que hacía poco te habían echado del trabajo, compraste una botella de Malbec costosa. Tu esposa se lo merecía, pensaste, y creías además que no pasaría mucho tiempo antes de conseguir un nuevo empleo. Escuchar pasos te sobresaltó, sobre todo porque en la casa no había nadie. Al menos eso creías. Te sorprendiste aún más cuando viste a un hombre desconocido bajando desnudo por la escalera de tu casa, y más atrás, como una explicación innecesaria, el vestido de tu mujer abierto en dos sobre el sillón del living.

La copa se te cayó de la mano, cuando el médico te dijo por teléfono que tu hijo se estaba muriendo. Despertaste a tu esposa y ambos salieron de prisa hacia el hospital. “Consumió de todo. No sé si se va a salvar”, les dijo el médico sin eufemismos. Pasaron juntos esa noche en el hospital, sentados en el pasillo, mirando las tres llorosas fotografías del único hijo que tenían.

El médico te preguntó si querías presenciar el parto de tu hijo. Respondiste que no, y esperaste afuera. Te arrepentiste. Durante varios años sentiste que lo habías abandonado, que no estuviste presente en el momento más significativo en la vida de una persona. Te prometiste nunca más hacerlo, y que siempre estarías junto a él.

“Prometo cuidarlo para siempre”, repitió tu esposa frente al cura que los estaba casando. Vos repetiste lo mismo. Se besaron. Los invitados aplaudieron a rabiar y más de uno aportó un silbido pícaro al ver que el beso se prolongaba más de lo debido. Estabas feliz, además, porque hacía un mes te habían confirmado un importante ascenso en el trabajo. No le habías dicho nada a tu inminente esposa. Te lo habías guardado para anunciarlo en la fiesta, en el momento en que los novios dicen algunas palabras.

“Sos un principito”, eran las palabras de tu madre cada vez que te peinaba para sacarte una fotografía. Vos no querías posar y ponías cara de enojado, a modo de venganza. “Ni poniéndote feo dejas de ser lindo”, decía tu tía,mientras ella también colaboraba con tu peinado chato, de raya al costado. El que te controlaba las notas del colegio, en cambio, era tu padre. Más de una vez te puso en penitencia por un desaprobado. Cómo lo odiabas en ese momento. Veías por la ventana a tus amigos jugando a la pelota, y vos rodeado de lápices y carpetas.

Sin embargo, fue él que te enseñó a andar en bicicleta. ¡Qué alegría aquella tarde en la que avanzaste media cuadra solo, sin que él te empujara! Claro que no te habías dado cuenta: hablabas como si él hubiera estado atrás sosteniendo la bicicleta. Al notar su ausencia, te caíste y golpeaste la rodilla. Te dolía. Pero no te importaba, habías logrado andar solo. Tan contento estabas, que no reparaste en la mirada húmeda del linyera de la cuadra.

Tu padre te limpió la sangre con su pañuelo blanco y una vez sentados sobre una medianera bajita desplegó una fotografía doblada en dos que extrajo de su billetera.Era el día de tu graduación en el jardín de infantes. Estabas parado con el delantal rojo y los brazos levantados, alegre, sonriéndole a la cámara, bajo un cartel que decía: “Egresados 1970. El futuro es de ustedes”.

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