-¡No! ¡Duele!

-Si no lo hacemos te vas a morir.

Sintió que el choque del desfibrilador hacía saltar su cuerpo un palmo sobre la camilla y el dolor, como de un rayo que la hubiera quebrado, la paralizó de la cabeza a los pies.

(Notemos, claro, que ese diálogo es imposible. Si ella pudiera hablar no haría falta el desfibrilador. Y, sin embargo, esas palabras resuenan con claridad en su mente).

Luego, nada. Casi la paz. Pero entonces, de pronto, las niñas. Su mente se activa y el dolor de pensar en su dolor, el de ellas, sin madre, tan pronto, no…y se apodera de ella una súbita lucidez y la necesidad de volver en sí.

(¿Volver en sí? ¿Se había ido de sí misma? ¿Quién, entonces, la voz en su cabeza, quién el cuerpo que dolía?)

Volver en sí, despertarse, abrir los ojos, hablar con los médicos y enfermeras que meten todo ese barullo al rededor, explicarles lo que pasó…Pero no puede: sus ojos, su voz, sus manos no responden. Intenta de nuevo y de nuevo falla.

Reconoce la voz del electrofisiólogo que la trató hace unos meses y que pensaba que ya no había tanto peligro de una arritmia fatal. (Obviamente, se había equivocado). Y el rumano jovencito que estaba terminando su residencia en cardiología… Los está viendo. Cree que los está viendo. Alguien le abre un párpado, le acerca una linterna, pero aparentemente no hay reacción. Lo intenta una vez más. Se sacude con todas sus fuerzas. Cree que se sacude. En su mente sus miembros se balancean violentamente como si quisiera sacudirse un bicho que le hubiera aterrizado sobre la pierna. Ella, cinturón negro, capaz de quebrar tablas de una pulgada de espesor con sus puños, ponía toda su fuerza en sacudir sus piernas sin ningún resultado. Quería decir que estaba viva, que no le aplicaran el desfibrilador otra vez, que le dolía. Concentrada como nunca se había concentrado en su vida intenta moverse una vez más. Una voz de mujer dice “Se está moviendo”. El rumano se le acerca más: “¡María, parpadea!” Otra voz dice “Ha sido sólo un reflejo”. Él repite: “¡María, abre los ojos! ¡Parpadea, María, parpadea!”

(Era siempre raro eso, que el personal médico, como para despertar su confianza, usara siempre su primer nombre, aquél que nadie que la conociera realmente usaba…)

Se concentra en responder a la orden, toda su fuerza, entonces, en abrir y cerrar los ojos y finalmente sus párpados responden. “¡Pestañeó!” -dicen y entonces siente que ya saben que está viva y se deja ir…

Abre los ojos y todo duele y piensa, con sorpresa, “No me morí”. “¿No me morí?” Su marido está a su lado y sonríe con lágrimas en los ojos. Le cuenta lo que pasó, las múltiples operaciones, el traslado a un centro de cardiología altamente especializado, el fallo de todos sus órganos, incluyendo los riñones, la necesidad de diálisis…Se mira las manos y encuentra un par de globos, como guantes de goma inflados, dedos como salchichas… Nunca había pensado en sus manos como parte de su identidad, el dorso de sus manos, la parte del cuerpo tal vez más expuesta a nuestros ojos, más que el propio rostro, para el cual nos hace falta un espejo, las manos como aquello que nos hace saber que somos nosotros y eso que ve no son sus manos sino algo ajeno, otro, casi obsceno. Múltiples máquinas la mantienen con vida. Le cuesta asimilar los días que han pasado desde que colapsó en pleno dojo; recuerda con claridad la llegada de la ambulancia, el desfibrilador ahí, en la ambulancia, luego la sala de emergencia, luego este presente en el que el tiempo pareciera borrar todas sus medidas para hacerse apenas de intervalos medidos por las visitas de los médicos, el cambio de sus vendajes.

Su marido ha pegado fotos de su gente más querida y de sus mejores demostraciones de karate por toda la habitación en aquella sala de cuidados intensivos, aparte de eso estéril y llena de máquinas que se miden con rítmicos bips o ruidosas alarmas. Ve entrar a los médicos que se ponen la sonrisa al entrar al cuarto y ofrecen palabras de aliento. Uno de ellos señala las fotos y le dice: “Ya vas a ver: te vamos a poner así de nuevo”. Ella sonríe o lo intenta. Los enfermeros que le cambian los vendajes y las sábanas elogian su fuerza cuando ella puede sostenerse de lado con un brazo de la baranda de la cama mientras le limpian la espalda. Ella sabe que la intención es de halago, pero se le llenan los ojos de lágrimas y piensa que había sido fuerte, pero no ahora, vulnerable en extremo. Su mejor amigo la visita todos los días. Ella le aprieta la mano todo el tiempo que está sentado a su lado. A él le irrita que las enfermeras la traten de “Querida” y “Mi amor”. Le parece que la infantilizan. No entiende que esa mano aferrada a la suya es una llamada de auxilio, un apelo a su humanidad. No entiende que en medio del ritmo de las máquinas y aquel cuarto estéril cualquier muestra de afecto es un salvavidas, un flotador que impide que se hunda, un cable a tierra, el contacto con la nave madre en medio de la desolación del espacio infinito.

Lo que la irrita a ella es oír a otros usar su nombre en tercera persona, su propia voz perdida en el susurro de su garganta destrozada por los tubos, la incapacidad de sus piernas, la mirada de lástima de los otros. Pero en sueños, en sueños recobra la voz y se desliza en bicicleta por calles soleadas, en sueños baila y se ríe con sus hijas y discute con amigos los temas de siempre. Al despertar se pregunta, vuelve a preguntarse, si murió entonces y ahora vive en el limbo, o si vive, pero los otros no saben que sigue siendo ella misma.

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