Kirk Bosses estuvo pintando una plazoleta, más allá de la cual había un balcón, donde una muchacha pintaba, de espaldas, un cuadro. Pretendió incluir la pintura de aquella joven en su obra, pero quedó tan pequeña, por la perspectiva, que le resultó imposible dibujar sus formas. Su pintura quedó inconclusa, porque no poseía pinceles lo suficientemente finos (no existían) como para producir, dentro de su cuadro, un segundo cuadro a escala tan pequeña.

Decidió tomar un descanso y echarse a dormir. Pero he aquí que ocurrió que, en un sueño, se le presentó la Muerte, y le dijo que la hora había llegado, y que le era concedido sólo un último deseo antes de ser arrebatado del mundo. Bosses perdió toda la calma y tiritó en su alma. Como cualquier mortal, suponía no ser lo suficientemente viejo como para morir. La Muerte le dijo que tenía por tarea llevárselo durante el sueño, y comprendió que jamás despertaría de su siesta, y que quienes lo encontrasen lo verían en la posición del calmo soñante, sin vida. Ella parecía ser muy paciente, porque aguardó en calma hasta que la desesperación del mortal se calmara por completo.

Bosses, sereno, le preguntó qué clase de deseo podía pedir. Le respondió que el que quisiera, pero que se le daría en gracia sólo en el sueño, y no en la vigilia. Siendo de este modo, podía pedir incluso cosas fantásticas. El pintor recordó su pintura inacabada, aquella que había dejado porque era incapaz de elaborar la pequeña pintura dentro de la pintura. Le pareció que aquel cuadro, aunque fuera en un sueño, bien merecía terminarse. Esto fue lo que le pidió: que ella le permitiese ser pequeño, tanto como hiciera falta, para acabar, con todo detalle, su obra.

La Muerte concedió, y Kirk Bosses tornóse diminuto ante el lienzo. El pequeño marco pintado tenía ahora las dimensiones de un mural. Sus pies no requerían apoyo, porque la gracia de lo sobrenatural lo mantenía en suspenso. Retomó su trabajo. Terminó el cuadro de la muchacha, que retrataba un prado junto al río, colmado de personas joviales. Ya estaba por concluir, hasta que recordó que, apenas lo hiciera, moriría. El terror volvió a él, así que maquinó en su interior alguna forma de dilatar su tiempo, y se le ocurrió esto: pintó, en el sitio que le restaba, a un pintor, uno que había acomodado su propio atril. De este modo, la pintura de la muchacha no estaría concluida hasta que se concluyera la del hombre del prado. Kirk, pues, se hizo más pequeño, hasta que aquel diminuto cuadro en el cuadro de un cuadro fue del tamaño de un nuevo mural. Su tarea se extendía.

Pintó el nuevo cuadro, y, cuando estuvo por acabar, el horror volvió, de modo que buscó duplicar su astucia para alargar su faena, y pintó a otro pintor, de modo que su tarea se extendía, porque debía volver a empequeñecerse para elaborar aquella otra pintura, dentro de una pintura, dentro de una pintura, dentro de una pintura…

El terror hizo que Kirk repitiera esto incontables veces. La Muerte nunca objetaba nada. Quizás era demasiado paciente.

Acosado por la espuela del miedo, pintó todo tipo de sitios, cada cual dentro de la obra de un retratista diferente. Bosses se mantenía vivo todo lo que le era posible. Su primera pintura, la pintura de todas las pinturas, se había demorado ya días enteros. Pero la Muerte seguía serena, quizás porque podía hacer que un sueño durase siglos en la mente sin rebasar siquiera una hora en el mundo de los despiertos.

Pero Bosses no podría estar pintando por toda la eternidad, porque, por cada cuadro nuevo que componía, cada vez estaba más cansado de pintar. Su imaginación daba menos de sí en cada ocasión.

Llegó a perder noción de cuánto tiempo estuvo prolongando su tortuosa obra. Pero he aquí que, entre pinturas y pinturas, hizo un viaje más allá de los límites de toda fantasía posible. Entre retratos, visitó parajes de todo tipo. Pintó tiempos presentes y pasados, mundos realistas y maravillosos. Incluso llegó a pintar, una vez, la habitación donde dormía, y el cuadro que estaba pintando, para recaer en el cuadro de la muchacha, y volver a empezar todo de nuevo. Pero llegó a advertir este bucle, y lo evitó.

Pintó y pintó, hasta que ya no pudo más. No por la fatiga de sus miembros, sino por la de su espíritu, que ya no aguantaba estar todo el tiempo componiendo ficciones y sombras. Recordaba la doctrina platónica, que decía que toda obra representada es una sombra de una sombra de lo real, la Idea. Esta vieja sabiduría enseñaba que la sombra de la sombra es una realidad degradada en tercer grado. Se preguntó, entonces, qué grado de irrealidad podría haber tenido el conjunto de las últimas cosas que había pintado antes de hartarse. Quizás era por eso que ya no podía continuar, que su pobre alma le suplicaba detenerse: porque se había metido dentro de una profunda caverna, la más intrincada y laberíntica de todas. Apenas había llegado al fondo, se introdujo en el hueco que conducía a una más profunda, y, en el fondo de la última, en otra, y en otra, y en otra… Y todo allá era tan irreal que a la propia realidad de su ser ya le causaba una repugnancia irresistible todo lo que veía. Necesitaba volver al mundo real, aunque esto implicara morir. Todo era quietud y simulación, poses arbitrarias y perspectivas planas. Su espíritu ya no podía tolerarlo.

Terminó su pintura, retratando un baño en el cual una mujer se paraba ante el espejo, observando su rostro. Cuando estuvo por concluir esa cara refleja, pintó, en uno de los ojos, su propio reflejo, el del pintor Kirk Bosses, dando las últimas pinceladas de su inmensa obra, y, detrás de él, a la Muerte, posando la mano sobre su hombro.

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