Miro la pantalla del teléfono y sonrío. Qué cabrona. Respondo a su whatsapp riéndome en mayúsculas; que note cómo me encanta que sepa que la mejor manera de ganarme para ir a una reunión donde el aburrimiento y la frustración están aseguradas es proponiéndome ir a reírnos de todo. Antes, Clara siempre lo intentaba desde el discurso de lo necesario y lo importante para el mundo: chorradas. Al menos en mi caso, el de una férrea educación basada en el concepto kantiano del deber y la extraordinaria importancia del compromiso, es decir, un pase directo para sentirse responsable de todo, todo el rato. Con el tiempo, cuando una se hace consciente de esta tesitura, tiende a dejar de tomarse las cosas tan en serio. Sobre todo, si hay otras personas de por medio. Me explico. Si me gusta el cine e intento ver cine con la frecuencia que sea, la cual luego no cumplo, nadie se verá afectado por esa falta de compromiso. Nadie más que yo misma. Sin embargo, lo grupal es otra historia. En ese caso, tomar responsabilidades supone asumir el dramático peso de que los resultados de cómo gestiones las mismas afectarán, en primer lugar, a la gente de tu propia organización. En segundo lugar, a las potenciales personas que puedan sentirse atraídas por su área de actuación, y, en tercer lugar y como corolario de lo anterior, al futuro de toda esa área. Totalmente inasumible.
Guardo el teléfono sin haber respondido si voy a ir o no y pongo rumbo a la parada del bus. No responder los mensajes telefónicos al instante es, además de recurrir a la guasa, otra de mis estrategias para tomar distancia y evitar una posible gestión tóxica —y en gran parte ficcional— del deber. Si estos mecanismos no funcionaran, llega uno de esos momentos en que una acaba alejándose un tiempo de lo que sea en que esté metida. Esta posibilidad me agobia y llegar a un espacio conocido como la parada del autobús resulta reconfortante, por desgracia, el metal de los asientos está dolorosamente frío, a pesar de lo cual me siento a esperar y, como todos los días, busco mi reflejo en el cristal de la lavandería de enfrente. Las lavanderías autoservicio son el perfecto cliché costumbrista del siglo XXI: máquinas haciendo ruido y gente absorta dentro de escaparates gigantes. Cualquier revista digital joven y cool apostaría por una lavandería de barrio para centrar el reportaje fotográfico mensual a cargo de algún talentosísimo artista europeo emergente.
Con el óvalo de mi rostro perfectamente inserto dentro de la última “O” del rótulo de “autoservicio”, me observo y pienso que me gustaría estar fumando. Nunca me ha resultado placentero fumar y es cierto que, ya con veintitantos, nadie fuma para ser popular; eso quedó en una etapa anterior. Pero también es cierto que no han decaído, a mi juicio, los innegables efectos estéticos que el tabaco otorga a algunas personas. Las asociaciones cigarrillo-misterio-indiferencia-melancolía tienen un incuestionable recorrido desde los elegantes seductores de los años 20 al pasotismo marginal de hoy, y las lógicas audiovisuales que nos rodean no dejan de mantenerlas y potenciarlas. Por supuesto, yo no soy tan fuerte ni estoy tan fuera de todo como para no ser una víctima más de un imaginario cultural que nos dispara constantemente, como si de la boda de Kill Bill se tratase. Llega el autobús, apago mi cigarro imaginario y elijo un asiento. Cuando comenzamos a movernos, el teléfono vuelve a vibrar. Su movimiento parece imitar, de forma localizada en mi bolsillo derecho, el tembleque que los motores de los autobuses imponen a sus usuarios cuando éstos se montan en ellos. Es como asistir a una representación miniaturizada de lo urbano y público en un rectángulo de tela vaquera, conocida y cálida.
Está empezando a llover y las gotas, en su sinuoso descenso por el cristal, crean recorridos en los que me abstraigo al tiempo que la vibración cesa. Diría que, al menos en Occidente, si se nos preguntara la forma más intuitiva de ilustrar una vibración, muchos dibujaríamos una línea con subidas y bajadas constantes y suaves. Así es como los humanos contamos las cosas: líneas con principios y finales, cuya subconscientemente atribuida rectitud sólo será alterada por los diversos acontecimientos que marquen su recorrido. Se podría pensar que sólo somos capaces de concebir acontecimientos, ver cuadros o imaginar palabras de forma secuencial, narrada: un inicio da pie a una sucesión de elementos hasta llegar a un final con mayúsculas, el desenlace definitivo. Sin embargo, cuando no observamos, sino que vamos al mundo, resulta que la circularidad —es decir, la falta de extremos— es lo más acorde con la vida: los ciclos naturales, la muerte no como fin, sino como continuo reciclaje en un planeta que a su vez morirá mientras otros nacen… hasta los calendarios, ideados por nuestras propias cabezas, son ruedas que no dejan de repetirse. Pero es igual cuánto se ratifique la circularidad cíclica como la disposición más acorde con lo real, hemos conseguido generalizar una forma de entender y percibir la existencia desde la rectitud, como si cualquier otra opción superase nuestra accidental racionalidad. No sé si esto hace que seamos la hostia o la mayor prueba de ceguera y autoengaño que una especie puede efectuar sobre sí misma, pero me da que tiene que ver con cómo percibimos el tiempo. Estamos llegando a mi parada.
Mientras me levanto del asiento cojo el teléfono e inicio una nota de voz: “Si me lo pides así tendré que ir, capulla”. Al retirar el dedo de la pantalla, la onda sonora en la que se va metamorfoseando la vibración de mis palabras desaparece, al tiempo que bajo el falso escalón que hay entre el autobús y la acera. Ya nada tiembla. Creo que eso significa el final. Empiezo a andar. Ojalá tuviera un cigarrillo.
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