En las calles de mi ciudad, al igual que en muchas otras, se vive con pasión desmedida la fiebre del futbol. Las llamadas barras bravas, cada vez que juegan sus equipos, entran en disputas, protagonizando hechos lamentables, donde el vandalismo, el pillaje y las agresiones, son la constante. En algunos de esos desafortunados actos, los resultados entristecen muchos hogares, llenándolos de dolor.

El fanatismo futbolero, se salió de control. Cada barra con sus integrantes desadaptados, buscan el protagonismo insensato. Los ídolos vestidos de pantalonetas y camisetas, importan más que la propia vida.

Esta situación loca y desenfrenada, ha prendido las alarmas en todo el mundo. La violencia se trasladó de los estadios a las calles, que se convirtieron en testigo mudo del drama y la angustia de los perdedores y de la euforia desmedida de los ganadores.

Viendo la violencia del futbol en cada rincón de la ciudad, los niños vamos creciendo, llevando en nuestros corazones, el ansia de luchar y darlo todo por los colores del equipo de nuestros amores.

Carol Naikary también abrigó esa pasión, que fue creciendo a medida que le daba puntapies a los balones.

La calle me vio crecer corriendo detrás de un balón. En compañía de otros niños, armábamos las porterías con cuatro piedras para quitarlas rápidamente cuando pasaba un vehículo y ponerlas nuevamente para continuar con el partido.

Las rejas y puertas eran azotadas continuamente por los balones en disputa, lo que hacía salir a sus moradores, quienes lanzaban toda clase de improperios contra los inocentes jugadores, que solo pretendíamos dar rienda suelta a nuestros sueños, en una sana diversión.

En la escuela primaria, mi afición siguió, y en la secundaria esta creció tanto que me impulsó a enrolarme en una academia de futbol.

La fuerza, entrega, ganas, sacrificios y cualidades en el dominio de la pecosa, fueron determinantes a la hora de jugar. La posición que ocupo en el campo de juego es el nueve, el mismo que usa el gran Radamel Falcao.

Mi afición por el futbol, no se deriva de la pasión del hincha común y corriente, sino de un deseo vehemente de ser protagonista, de ganar, de sentir la satisfacción del triunfo forjado con esfuerzo, entrega y sacrificio. Con mi padre aprendí a tocar la pelota y dejar a un lado el juego con las muñecas y los sueños ajenos de quienes querían que incursionara en el modelaje. Con su complicidad , entrenaba horas extras, dedicando el tiempo libre a pegarle al balón para perfeccionar la técnica. Fue así como poco a poco la casa se fue llenando de balones de todos los tamaños y colores. Las camisetas de los equipos predilectos adornan mi habitación, la del deportivo Cali y la de Barcelona de España.

En la semifinal del campeonato, mi entrenador me dijo que me hiciera en el arco, ya que no tenía guardameta, mi estatura, un metro con setenta y seis centímetros, ayudaba en esa posición. Acepté, porque lo más importante era jugar y procurar el triunfo para el equipo. Fue un juego aguerrido, quedamos en empate 3-3, y nos fuimos a penales para definir el ganador. Logré contener tres penales, lo cual nos dio el boleto para la final.

Fue un gran triunfo para todos, y más aún para mi, que soñaba jugar una final.

El domingo siguiente sería la final, fue una semana llena de emociones y ansiedades. Taparía nuevamente, que importaba, quería jugar, ganar el campeonato, festejar con mi equipo, y alzar la copa de campeonas.

A mis 16 años era mi más grande ilusión.

Llego el sábado, la víspera del tan anhelado partido. Pero esa noche algo raro pasó, en la madrugada, me atacó un cuadro febril, vómitos, estomago inflamado y un gran dolor abdominal, me sentía mal, muy mal.

Amaneció, y en silencio sin decir a mi padre del gran padecimiento que sentía, me fui a cumplir con mi deber, tapar mi primera final. Era tanto el dolor que sentía, que el arbitro lo notó y estuvo a punto de retirarme del partido, pero me sobrepuse, mostré fortaleza para que creyeran que estaba bien, mientras que por dentro sufría.

Perdimos, si, no estaba en mi mejor momento, pero aun así celebré la derrota como si esta hubiese sido un triunfo. Recibimos la medalla y el trofeo, eramos las segundas del campeonato, y esto me hizo muy feliz.

Así como en otras muchas ocasiones supe ganar, esta vez acepté la derrota.

Lo que vino después fue desastroso, triste y doloroso. Fui llevada a la clínica ingresé por urgencia, porque el dolor ya no lo podía soportar.

Los exámenes que se me practicaron arrojaron una pancreatitis aguda severa. El páncreas no funcionaba, lo cual hizo que colapsaran los riñones, el hígado, los pulmones, el bazo, tenía taquicardia, la azúcar se elevó haciendo parecer que estaba diabética, la hinchazón era generaliza en todo el cuerpo, la piel se tornaba amarilla y también los ojos.

En silencio, sin una queja, soporté el dolor, que a decir de los médicos, debía ser insoportable.

Solo había una opción, orar, pedir al Dios de la vida que me diera la vida, para volverla vivir y esperar que la ciencia hiciese su trabajo.

Mis ojos tristes a ratos se habrían para mirar la tristeza de mi padre, que nunca me abandonó,ni de noche, ni de día.

fueron 30 días en cuidados intensivos, viendo la entrega del personal medico y enfermeras. De verdad que fue una situación aterradora la que viví. Hoy, de la mano de Dios, emprendo esta nueva etapa de mi vida.

En este momento aún me encuentro en recuperación, y hoy, damos gracias a Dios, a los médicos y enfermeras, por esta nueva oportunidad que me brinda la vida, para que, yo, Carol Naikary, la vida pueda disfrutar, y las calles de mi ciudad vuelva a recorrer, para percibir lo hermoso que es la vida y la grandeza del creador, que se hace presente en cada esquina.

fin.

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