Un refugio, por favor

Un refugio, por favor

7 noviembre 2012

Se acerca a un charco y al descubrir un gato en su interior se sobresalta. Su curiosidad le hace pegarse a su superficie y observar.

—Debe ser su casa y él, el alma del charco. Se parece mucho a mí. Su ojo me está mirando. Me está invitando. Voy a jugar con él. ¿Cómo puedo entrar sin mojarme?— se dijo para sí.

Sus patitas intentan tocarlo pero no lo consigue, se moja.

—Quizá necesita ayuda, y ¿si quiere salir? — piensa. Al instante ve dos luceros más contemplándole desde el agua. Ahora están dos gatos atrapados en el charco. «Suerte que se ha acercado mi hermanito».

La lluvia aumenta su intensidad por lo que deciden buscar refugio cerca del muelle pesquero de Puerto de la Cruz. Así que no nos demoremos más y veamos lo que acontece entre las cortinas de lluvia y el fulgor de las farolas:

Corren y saltan por el espigón.

Huyen del espigón, huyen del paseo,

—Corre hermano, corre, corre

Tropieza en los bordillos de las aceras de La calle San Telmo, necesita encontrar cobijo.

Por más que corren no ven a nadie en su camino. Están solos, solos en la oscuridad: solo la lluvia torrencial les acompaña. Buscan abrigo lejos de las olas, lejos de la lluvia, lejos del frio, lejos de la realidad, en su imaginación.

Siguen corriendo más y más,

—Corre hermano, corre, corre — alcanza a decir con su único ojo hermoso y desmedido.

Las puertas están cerradas. Puertas de casas y restaurantes que en otros días les ofrecieron comida.

Siguen corriendo, cada vez les cuesta más, el agua de la lluvia los está cubriendo,

—Sigue hermano, corre, corre

Chapotean por las calles en busca de los pescadores, en busca de cualquier alma. Las gotas son su vestido, su desespero, su huida.

—Hermano, hermano

Siguen empapándose más y más. Cada vez más pesados se apresuran.

Al fin, encuentran en el aparcamiento un coche abandonado, abierto, viejo y oxidado. Entran, se sacuden, se acurrucan apartados del goteo y esperan a que cese la tempestad.

Se refugian en sus sueños y por la mañana rehacen su recorrido diario, como cuando tenían a su mamá: no encuentran pescadores, las olas siguen siendo muy altas.

Los comercios están abiertos, se acercan como cada día pero hay tanto trabajo a achicar agua que no les prestan atención. La arena negra de la playa dónde siempre se habían refugiado con su mamá está inundada. Las barcas no han traído pescaditos, la pescadora sigue sin prestarles atención, es muda, no se mueve.

Deciden explorar territorios nuevos. Corretean por el adoquinado hasta confluir con una calle con muchos comercios.

Ven en un restaurante a una familia charlando animadamente.

—Me acerco — dice al hermano.

Elige al niño, inclina su cabecita hacia adelante y le mira con su único ojo bien abierto. No dice nada y mantiene su colita baja. Mientras, su hermanito se guarece entre unos palés con la cola entre las piernas y sus pupilas dilatadas intentando empequeñecerse.

— ¿Qué pasa gatito?

Al oír la voz cálida y sugerente del niño, levanta la cola y la deja recta a modo de salutación, se frota contra él con su frente, con su nariz y con el cuerpo entero. Le mira y profiere un maullido silencioso de ruido ínfimo (por favor).

— Mamá, mamá ¿nos lo podemos quedar?

— Parece que le gustas. Es un gatito muy amistoso. Mira tiene un hermanito, se le ve muy asustado, ¿no le quieres decir nada?

— Mamá yo quiero éste, es muy simpático.

— Si nos lo quedamos, nos hemos de quedar los dos, parecen hermanitos.

— Sí, sí quiero los dos por fa, están muy solitos, los quiero mamá.

— Nos los quedamos pero a cambio tú te vas a ocupar de ellos.

— Hecho ¡Oh! Venid aquí. ¿Qué hacéis solitos? ¿Y vuestra mamá?

Al verlos comunicarse con Bernhard diría yo que están representando una obra de teatro. Pero lo cierto es que los dos gatitos están reviviendo el día en que desapareció su mamá y con sus gestos y maullidos relatan que les había dejado en la playita de noche y había ido en busca de un amor, un papá.

Al principio no se preocuparon pero pasaron las horas, y su mamá no venía.

Conforme seguían «relatomaullando», sus colitas decrecían reflejando su desánimo.

Por la mañana cuando despertaron buscaron a su mamá por toda la calle, y por muy agudos que fueran sus maullidos mamá no respondió.

Con sus maullidos intensos y sus ojos tan húmedos que precipitaban gotitas por sus caritas describían la situación de pérdida, su tristeza, y la angustia que vivieron.

Aunque Bernhard era un niño muy avispado no les entendió.

Los gatitos sabían que tenían que quedarse con el niño pero también sabían que no volverían a ver a su mamá. Lo había sido todo en su vida pero tenían que sobrevivir. Llevarían su recuerdo siempre con ellos, atesoraban todas sus imágenes: mamá bonita, mamá con su cola recta y levantada saludando a los pescadores y a los transeúntes por la mañana, su teta calentita, sus patitas en la arena negra de la playita, sus juegos, sus paseos por la calle soleada y adoquinada, sus correteos, su identidad. Habían formado parte de la calle, vivido en la calle.

Debían despedirse de lo que hasta ahora había sido todo su mundo. Despedirse de callejear por un lugar soleado donde tímidamente se impone la oscuridad ante la cálida luz de las farolas. Despedirse de un entorno histórico similar al que en otro tiempo habitó esta tierra. Entorno en el que si uno se deja llevar, podrá iniciar su viaje en el tiempo, al siglo XVIII.

Por suerte, los gatitos fueron a uno de los entornos históricos más bello de la isla: El Realejo Bajo.

Pudieron seguir soñando, pudieron seguir viajando en el tiempo.

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