La decepción se había apoderado de sus pensamientos y de su mirada, al ver que nadie se inquietaba por darle ayuda alguna.

Foto tomada de Google Maps.

Comenzó a gritar expresiones vulgares a todos los transeúntes, tanto a los que caminaban frente a él como a los de la acera contraria; tratando de desbordar la ira y resentimiento que le inundaba por la indiferencia recibida. Él sabía que no había hecho nada para merecer tal ayuda, pero en su interior creía que un hombre herido por bala en la espalda y en el estómago podía suscitar un poco de misericordia.

Siempre le habían conocido como un joven ocioso, con gusto por el licor y adicción al bazuco; así que algunos le respondían a gritos que buscara lo que necesitaba en sus recurridos placeres pasajeros. Otros simplemente le ignoraban. Sólo un niño de aproximadamente ocho años tuvo compasión y quiso socorrerle, e intentando zafarse de la mano de su madre, ésta le agarró aún más fuerte asegurándole que el hombre que yacía moribundo frente a ellos no merecía vivir, impidiéndole al pequeño ir al rescate.

El joven perdió toda esperanza de auxilio. Recostado de espaldas a una pared, frente a la cafetería de la señora Ruth, fue cayendo lentamente hasta quedar sentado con sus piernas estiradas. Su respiración era agitada al principio, y poco a poco, fue disminuyendo hasta quedar en completa quietud. Puso una mirada serena y tranquila, como si estuviera recordando momentos de su vida, y esbozó una sonrisa. Luego, no pestañeó más.

– Al “Pantaya” lo habían advertido, pero no hizo caso. Eso le pasa por no ajuiciarse. Ahora mírenlo, nadie lo voltea a ver – dijo un anciano para todos los que estaban en la cafetería, quien se había sentado cerca a la ventana para observar la escena mientras tomaba su café.

– ¿Y éste qué hizo pa´ que lo balearan? – preguntó una de las meseras.

– Atracó el local de don Pedro, el cachaco. Se le llevó varios celulares y la plata del producido – contestó el viejo.

– Últimamente están matando mucho jovencito – dijo la mujer con un poco de tristeza, a lo que el anciano refutó sonriendo al mismo tiempo: “Ellos mismos se lo buscan.”

Una camioneta con vidrios oscuros se había detenido a unos cuantos metros del sujeto herido algunos momentos atrás, esperando a que el joven diera su último respiro de vida. Apenas notaron que el chico había muerto, dos individuos descendieron del vehículo. Tenían chaquetas negras y gafas que no permitían identificar sus rostros, y con mucha rapidez, tomaron el cuerpo, lo metieron en un saco negro y lo montaron en el baúl.

– Esa es la misma que vino la semana pasada a recoger al “Metemono”, al que mataron por robar a doña Carmen – comentó otro sujeto que se encontraba desayunando en la misma cafetería.

– Aja y, ¿pa´ qué se llevan los cuerpos? – preguntó la mesera.

– ¿Usted qué cree? – respondió el anciano con suspicacia mirando a la mujer. Al ver que ella no podía adivinar dicha respuesta, continuó – Usan sus órganos para quienes lo necesitan. Las escorias vivas matan gente; pero muertas salvan vidas. Dos pájaros de un solo tiro.

– ¿Cómo así don Rómulo? Explíquese – preguntó la mesera, extrañada y un tanto sorprendida.

– Limpieza social, señorita. Limpieza social – contestó el viejo, terminando su café y entregando el pocillo vacío a la dama. Posteriormente, salió del lugar.

– – – – –

– Aja ñeque, ¿Cuántos van en esta semana? ¿Ya casi completamos el pedido? – preguntó el viejo una vez dentro de la camioneta.

– Sí don Rómulo, ya tenemos cuatro con éste. – dijo el conductor del vehículo mirando por el retrovisor.

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