Desde siempre nos hicieron creer que uno, al comienzo de esta aventura, es como una hoja en blanco y que en ella, con el paso de los años, se dibujan formas, planos y caricaturas; se escriben frases y párrafos, sonetos consonantes y demás rimas obscenas del lenguaje onomatopéyico. Luego, con la madurez, recortamos las puntas y hacemos complejos dobleces con la esperanza de transformar en cisne la garabateada servilleta en la que apresamos nuestra existencia.
Pero mas allá del valor didáctico del “origami” metafórico, para caricaturizar nuestro pasaje vital, al cerrar los ojos e imaginarse en el universo, se vería un corcho. Uno que navega errante por las aguas del Todo y, desde la superficie, absorbe tan lenta como inevitablemente las aguas que lo sostienen. De ella se nutre y toma sus colores, aromas y esencias, dejando cada vez menos de él virgen y así va hundiéndose por su peso en ese mar que ahora es de él, que es parte de él.
No todos se atreven al silencio de la profundidad; soltando ese peso cancerígeno para seguir flotando al brillo de un sol otoñal, entre multitudes de trozos igual de secos y vacíos, danzando al compás de las mareas del destino, se abandonan de a migajas hasta la disolución final.
Otros pocos, fluyen hacia las aguas desconocidas, íntegros y colmados por ese mar que ahora es de él, que es parte de él, que es él. Y en esa forma vuelven eternamente del fondo, colmando a los otros, con un peso que no quieren.
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