Claro como el agua.

Claro como el agua.

Patricia Mesiano

01/02/2019

Estaba buscando en Pinterest una idea para crear algún trabajo artesanal. No me sentía del todo feliz porque mi pensamiento lo motivaba mi escasez de dinero, e ir detrás de ese objeto, aunque haga falta, jamás me resultó atractivo. Encontré y me encantó la forma de realizar bebederos de pájaros para jardín; me dispuse, pues, a investigar si realmente eran útiles, y me sorprendió aquello que descubrí.

Se necesitaban algo de tiempo y ganas, pocas herramientas y una escasa cantidad de materiales; poseía todo ello. La labor me permitiría colaborar con la hidratación de esa especie animal, y también reciclar botellas plásticas.

Conocida su utilidad, y evaluada la importancia, decidí regalarlos en mi entorno, junto a lo aprendido; en relación al objetivo con el que había comenzado a hurgar, decidí dejar en suspenso mi acción, entendí que encontraré o me llegará alguna otra forma de generar recursos, el universo me la proveerá.

Terminé varios, le llevé el primero a Laura, mi vecina más activa. Se interesó en los datos, y tomó la decisión de colaborar con los animalitos. Habló durante horas del agua, del vuelo, y del amor; en ellos y en nosotros. Laura ha sabido saciar su sed, volar detrás del conocimiento, y retornar en su otoño, por amor a sus raíces. Me despidió con una frase cargada de buenos deseos que acuñó hace ya muchos años, y el abrazo potente que es común en ella, y que a mí me encanta recibir.

El segundo al que visité fue Eduardo; me hizo montones de preguntas, no porque tuviese dudas, actúa así cuando algo le interesa. Lo colocó inmediatamente, escogiendo un sitio en que pudiese ver a los visitantes desde su escritorio. Se confesó absolutamente inútil para realizarlos, pero se comprometió a continuar la cadena de entregas si yo se los proporcionaba. Sellamos el acuerdo con una sonrisa.

Tomé coraje y me arrimé al domicilio de Luis, aún suponiendo el resultado luego de décadas de vecindad. Dijo que no le interesaba, que si los bichos querían beber podían hacerlo en los charcos, que siempre fue así. Afirmó que ni su padre ni su abuelo le dieron nunca agua a los pájaros, y que no tenía certeza en la veracidad de los estudios que yo mencionaba.

En las siguientes jornadas unos cuantos vecinos, que no poseen opinión propia en nada, y sin esgrimir ni un solo argumento, lo rechazaron también. Les fue suficiente saber que Luis no quería colaborar, para sumarse a la postura de ser indiferentes a una necesidad vital.

Al llegar a la residencia de Moraima, supe que tenía ya uno en su patio; me invitó a conocerlo, regalándome además una lección valiosa en torno al estrés calórico. Me equivoqué al prejuzgar que pocos entenderían la problemática, varios sabían más que yo, y hacía tiempo que estaban aportando su granito de arena.

Virginia, permanentemente pensativa; recibió con agrado la propuesta. Compartimos un té con limón y miel. Me aseguró que investigaría si era bueno añadir comederos; si así fuera, compraría el alimento en algún mayorista para todos. Me dijo que no fuera a lo de Adriana, que ella se encargaba, y de paso se haría una reflexología podal, para aflojar el estrés que tanto necesita combatir. Aseguró que Adri, junto al tratamiento, regala unas charlas sumamente enriquecedoras sobre el sentido de la vida; que la tiene muy clara, y contagia optimismo.

Cuando visité a Verónica no tardé en darme cuenta cuánto le costaba tomar la decisión. Su abultada cabellera color nada; ni marrón, ni chocolate, ni cobre; se erizó en el momento que dedujo no estar ni de acuerdo, ni en contra. No quería negarse a ponerlo; pero tampoco deseaba colocar el que le ofrecí. Dijo que compraría un bebedero bonito, y si los pájaros la molestaban, lo evaluaría nuevamente. Con la última de sus palabras, el cabello retornó a su lugar.

Nos hallábamos casi terminando de conversar con Verónica, en la puerta de su chalet, cuando pasó por allí Alicia, quien se dispuso a prestar atención a la idea. Me invitó a acompañarla, y señaló que ella buscaría opciones y elaboraría todos los que pudiera. Parecía tener diez años menos cuando dedujo, ya en su minimalista cocina; que al tratar por su profesión con varios grupos de jóvenes, podría pedirles que se sumaran; son más permeables a las iniciativas y a las ayudas. Afirmó luego que el agua no le debe faltar a nadie.

El lunes pasado invité a Emilio a que pasara por casa. Es del barrio a quien conozco mejor y desde hace más tiempo. Un señor mayor, flaco y pelado; poseedor de un rostro duro y amoroso. Su alma es capaz de hacer humor con todo, incluyendo el dolor; y lucha por el olvido de los acontecimientos más duros que la vida le generó. Me confesó estar cansado de intentar modificar actitudes serviles y miserables. Le describí lo que estaba haciendo y me pidió un bebedero; al tiempo que narró que esperaba que las aves se fueran a zonas más saludables; señaló que ojalá pronto pudieran habitar sitios donde ese líquido, imprescindible, estuviera menos sucio que aquí, menos contaminado que el aire y la convivencia a nuestro lado. Cuando ya se alejaba expresó, en voz más alta que lo habitual en él, su profundo deseo de volver a tener fe en la humanidad.

Ayer, de tarde, unos pájaros estaban disfrutando de la artesanía que coloqué con tanto amor entre mis plantas; esa imagen me condujo a la reflexión de Emilio; encontré argumentos por horas; me quedé dormida mientras seguía sumando pautas al análisis sobre si la humanidad merece la fe que él desearía tener.

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