¡Bienvenido! -Dijo el presentador-. ¿Tú también estás aquí para descubrir el misterio, verdad? El misterio de la vida.

Pero yo estaba desorientado después de tanto vagar dando tumbos, y las luces me cegaban ¿El misterio de la vida? La vida no tiene ningún misterio. Apagué el televisor y me froté los ojos; la mueca falsa y sonriente del presentador desapareció en la negrura que reflejaba mi cara ojerosa.

«Otra noche más sin pegar ojo» -pensé, y me levanté a mear.

Me alivié mientras intentaba razonar si lo de la tele había sido verdad o no. Entre las pastillas de la depre, la melatonina y las ganas de quemarlo todo, llevaba no sé cuánto tiempo con un desorden del sueño de aúpa. No era raro quedarme dormido con la tele puesta, aunque ese presentador… ¿Era el de siempre?

Me miré al espejo. Era yo. Todo correcto. Las manos: bien. El cuerpo: en su sitio. En la penumbra de la noche, e intentando no despertarla, regresé a tientas a la habitación. La luz de la luna se filtraba entre las cortinas. Raro. Siempre cerramos las persianas antes de dormir.

Entonces quedó claro que estaba soñando. La cama no tenía patas y flotaba en mitad de la habitación. Mierda, pensé. Otra vez. Y darme cuenta de que estaba soñando fue como el pistoletazo de salida de la paranoia. Mirar alrededor suponía iniciar un viaje. Siempre era así. Y es imposible no mirar alrededor cuando el surrealismo te rodea.

Enseguida estaba en un restaurante, vestido de chaqueta. Una escena habitual. Tensa. Tenía que vigilar cada gesto. Cada expresión. Así ha sido desde que el mundo se ha vuelto el show de Truman. Pero esta vez, pensé en intentar algo diferente ¿Por qué no?

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