Estaba Carlos, él me la dedicó una noche en que los dos estábamos sentados a la puerta de una casa abandonada pidiendo monedas. Me enseñó a cómo pedir monedas. Había que decir “hermano, una moneda, por favor” o “hermana, una moneda, por favor” y había que ser suplicante pero no humillante. Era una línea muy delgada. Había que recalcar la palabra hermano o hermana. Había que hacer hincapié en ella. Darle un tono de familiaridad. El cómo se la pronunciaba decía mucho de uno. Pronunciar la frase bien daba monedas, pronunciarla mal, no. Y seguir con la mirada sus rostros, y en el rostro tener una mirada de suplicio. No era fácil. Cuando conseguimos muchas monedas y billetes nos fuimos a comprar más alcohol. Habíamos bajado una botella de ron entre los dos. Fuimos a comprar un licor rico. Uno que no quemase tanto, que fuera más fácil de tomar. En la fila de la botillería un chico me reconoció de vender sanguches en la terminal de buses. Me saludó. Yo estaba con Carlos, lo saludó también. Cuando terminamos de comprar volvimos a pedir monedas. Él me decía Maximiliano el conquistador, decía que había llegado a Chile para conquistar sus mujeres. Me dijo que yo conquistaría Chile. Su Chile. “Tenle amor”, me decía. Cuando le dije que lo intentaría me dio su rostro de amor. Lo guardé. Era hermosa su mirada de amor, era muy dulce. Carlos era un buen hombre. Tenía su mujer, que también pedía monedas y cada tanto se iba a otro pueblo, cuando juntaba los billetes necesarios, a visitar a su familia. “Estoy triste porque se fue mi mujer”, decía Carlos. “Mañana vuelve, la estoy esperando”. Una vez ella estaba toda borracha, daba pena, todo el mundo la rehuía. Ella me dio su cara de amor aquélla vez. Yo justo estaba caminando para el mismo lado que ella. Me dio su cara de amor, una cara un poco bebida, pero de amor en fin. Y era tan dulce como la de Carlos, quizá incluso más. O no, no, ambos tenían la misma dulzura, una dulzura tan pura como la de un niño. Eran dos niños perdidos en el mundo, un mundo que deja a personas fuera de la sociedad, como ellos, un mundo terrible, donde hay que sobrevivir como sea. Esas personas son tan inocentes que no pueden prosperar en el mundo.

Sí, hablando de ellos se me pasa un poco la tristeza. La tristeza muerde cada porción de mi ser. Vivo en ese estado. Algunos lo llaman depresión. Yo no sé si es eso, es algo más que eso, es algo más fuerte que eso, no me quiero suicidar, no, la tristeza que me acompaña hace que la tenga cerca a ella, como si estuviera al lado mío. Cada mordida del frío me la trae de vuelta.

Las caras de amor que he recolectado consuelan mi corazón.

Quedémonos con la cara de amor de Elina.

Sí, Elina. Una pobre mujer, mendiga, vivía en un especie de campamento hecho en la calle, en una parte donde no circulaban los autos, su pareja le pegaba. Tenía el ojo morado el día que me la dio. Su novio era celoso, y ella tenía muchos amigos. Y él creía que con alguno de todos sus amigos lo engañaba, pero ella no lo engañaba. Me contó que lo amaba pese a todo, tenía sus momentos malos, eso era todo. Yo le decía que debía denunciarlo a la policía y dejarlo. Ella no prestaba atención a lo que le decía, solo le prestaba atención a la botella de ron que yo había traído.

Yo estaba vagueando por las calles con mi armónica y mi petaca de ron. Tocaba agudos tristes que resonaban en la noche de ciudad vacía. Tocaba lamentos con mi armónica por haberla perdido a ella. Y tomaba ron por haberla perdido a ella, sí. Y me encontré a Elina. Nos sentamos y nos pusimos a hablar en frente de donde ella vivía. Su novio estaba haciendo algo con un auto, luego se fue, con el auto. Lo había comprado. Vivía en la calle pero tenía un auto. Solo le interesaba el alcohol no lo que yo le decía. En una parte le estaba diciendo que debería cuidarse y ahí me miró con su cara de amor. Era dulce, era una mirada como de compasión. Su mirada de amor se compadecía de mí, como si yo hubiera algo que no entendiera. Tal vez no entendía el amor que sentía por aquél hombre que le pegaba. Tal vez era eso. Yo no lo entendía. Aún no lo entiendo. Yo toqué una canción con la armónica, ella se puso a llorar escuchándola.

—Es muy triste como tocas.

—Es que estoy triste. Por vos y por mí.

—¿Por mí? No deberías ponerte triste por mí. Yo me puedo cuidar.

—No, no ves que no podés. Alguien debería denunciarlo.

—No, hombre, no. Déjalo así.

—Me cuesta.

—No tienes nada que hacerle. Yo lo elijo.

—Pero que no te pegue más.

—Tal vez un día se dé cuenta de que no lo engaño.

—Y ¿mientras tanto qué?

—Mientras tanto dáme esa botella de ron.

Y tomaba más y más ron. Yo me puse a tocar otra canción.

—Tus canciones me hacen llorar.

—A mí también.

—Tú no lloras, no veo ni una lágrima. Pese a todo te mantienes firme. Pese a todo lo que te conté, te lo tragas. Y bebes el ron como si pudieras quitártelo de encima. Pero el ron no te va a sacar la tristeza, deberías estar en tu casa, durmiendo, no haciendo esto. Esta vida no es para cualquiera, tú no tienes sangre de mendigo, por mucho que te guste hablar con ellos, no naciste para quedar así. Vuelve a tu casa, weón, y deja las calles.

—Ya me vuelvo. Necesitaba salir. Respirar aire. Sentir la noche.

—Ya lo has hecho. Déjame esta petaca de ron y márchate. Ve a dormir.

—Bueno, Elina. Ya nos veremos de vuelta.

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