Ágata más que consumir días los degustaba despacio, de una manera tan apacible que solo estar a su lado, mirándola en sus gestos, para ella tan lógicos y cotidianos, llenaba mis bolsillos de bolitas de paz. El resto de la semana me la pasaba intentando dosificar estos tesoros, pero cuando llegaba el miércoles, víspera de mi visita semanal, andaba inquieta, ansiando lo que se había convertido en una necesidad para seguir adelante con mi vida.

Una de aquellas costumbres tan particulares consistía en acudir a las 11, con una puntualidad británica, al hall situado en la recepción de la residencia donde, en una de las paredes, se encontraba un gran espejo que la cubría por completo. Hasta allí llegaba ella con su silla plegable, que formaba parte de los tesoros que la permitían conservar, y se sentaba frente a él con una enorme sonrisa, reflejando en el rostro la expresión típica del encuentro con alguien muy, muy querido, al que hace mucho tiempo que no ves.

Ágata no podía hablar, su garganta no emitía ningún tipo de sonido, sin embargo frente al espejo, mantenía un diálogo sordo, con toda una gama completa de movimientos que yo, situada detrás, en la sombra, contemplaba maravillada. Durante una hora, ni un minuto más, se enfrascaba en una conversación aderezada con gestos, caricias y todo tipo de expresiones corporales. Yo caía embelesada en un mundo que, siendo tan ajeno, me moría por formar parte de él. Me cautivaba de tal manera que podía ver en la imagen que devolvía aquella ventana abierta a lo desconocido, una persona diferente, una mujer sin distorsionar por las extrañas circunvalaciones de su cerebro; bella, joven, fresca, feliz, una mujer ágil, expresiva, llena de fuerza que parecía contar siempre cosas interesantes y divertidas.

Poco a poco se obró el milagro, afortunadamente me curé de mi sordera y escuché. Con el tiempo llegué a entenderlo todo, mi mente estaba preparada y me gané el privilegio de formar parte de aquellas reuniones ya imprescindibles. Me recibieron con tanto cariño y comprensión, que ya no quise marcharme. Decidí instalarme al otro lado del espejo, junto a Atagá, esperando a Ágata y sus interesantes visitas diarias de 11 a 12. Por fin he conseguido paz y felicidad.

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