Un día el Dios volteo su cara hacia el mundo de los hombres, no aparecía desde que lo creo, andaba muy ocupado, jugaba a desaparecer, a no ser, pero ese día lo decidió, apareció, así pues, poso sus ojos sobre nuestra tierra.

Vio Dios que los hombres adoraban algo por encima, inclusive, del Dios mismo, la divinidad suprema ahora se hallaba en segundo plano. Ese nuevo Dios, o más bien Diosa, que se erigía con cada vez más altura, tenía ya nombre propio, los hombres la llamaron: verdad.

De la verdad, observo Dios, los mortales derivaban su concepto de lo bello, de la justicia, de lo bueno, de la ley, del deber, de la moral, de la validez y la certeza, y con todo este armatoste, fraguaron la fundamentación de todo aquello a lo que nombraron como -lo real. Lo real era la verdad, y la verdad era lo real.

Valga decir que todas estas categorías eran extrañas al Dios, que anonadado, meditaba sobre tal arquitectura conceptual creada por su creación, y preocupado, ya juzgaba a aquella Diosa como la usurpadora de su posición, única deidad creíble para un ser que imponía solamente su razón.

Si bien este Dios era omnipresente desde un principio, él mismo se dio cuenta que el presente cambiaba constantemente, de esta manera, tuvo la necesidad de hacerse omnisciente para saber de que forma era que las cosas mutaban, pero no todo devenir era de su agrado, así pues, se hizo omnipotente para poder cambiar a su gusto las cosas que venían.

¿Acaso es mi voluntad aquella Diosa que los hombres bautizaron como la verdad? Se preguntó el Dios mientras trenzaba el inmóvil infinito y su imagen finita siempre cambiante; no soportando la duda, decidido Dios aniquilar a su contrincante, emitió un grito que lleno todo espacio vacío en el universo ¡Preséntate ante mi desgraciada usurpadora, comparece ante vuestro señor tu Dios, diáfana, muéstrate ante el creador de tu creador! Jamás hubo tanto silencio en el cosmos, la Diosa verdad no se presento.

Espantado, Dios no podía creer que los hombres rindieran culto a tan insolente y grosero ser, no imagino Dios el mal que esta Diosa podría causar a los hombres, a su más amada criatura, pues aunque mortal, libre la diseño. Largos tiempos se ausento Dios, hasta que por fin, un día cualquiera de nuevo apareció y lo siguiente resolvió: la llegada del Ángel Prometeo a la tierra.

Para ese entonces, la Diosa verdad subyacía la naturaleza; indefensos, los hombres sucumbían ante tales fuerzas calícleas, por doquier, estos eran presa de garras agudas, afilados colmillos, picos precisos y alas malditas. Algunos hombres lograron algunas verdades sobre la naturaleza que permitieron su dominio, pero estas eran incomunicables entre ellos mismos, cada descubrimiento vital moría junto con su comunidad, y había que empezar siempre de nuevo.

Así pues, el Ángel entrego a los hombres el fuego de la política. Resulto que los hombres ya no temían las serpientes de la estepa, ni las bestias marinas, era de ellos mismos, ahora, de quienes se tenía que cuidar y a quienes más temía: el hombre fue el lobo para el hombre, el miedo y el honor su divisa.

Al ver que no había logrado nada, resolvió Dios encarnarse a sí mismo, y fue así como Jesucristo vino a pisar esta tierra. Vieron los hombres como El Dios Humano caminaba sobre el agua y la transformaba en vino, el pan y los peces eran multiplicados, los muertos vueltos a la vida, los ciegos nuevamente veían, la lepra y los demonios eran expulsados, las parábolas más sabias fueron dichas. Esta vez el regalo del Dios fue un ejemplo de sacrificio y vida santa, una moral universal llego a los hombres por cuenta divina.

Pero vaya sorpresa, en oposición, el demonio de la culpa cobro vida, su sombra no se hizo esperar, el arrepentimiento renació ahora con más ira. Esta tensión pareció insuperable ¡Qué exigencia tan alta aquella de ser santo siendo un animal todavía!

Los peores vejámenes contra la humanidad tuvieron lugar, en consecuencia, el pecado reino sobre la tierra, y para borrarlo, solo era necesario una que otra palabrita; en nombre del Dios fue justificado el dolor y la guerra santa que acabo con la dignidad misma; el cielo era la meta, pero el infierno en la tierra ahora se administraría.

Conmocionado, el Dios se preguntaba por la moral y la política, no entendía como en medio de tan grandes ventajas y virtudes la tragedia humana persistía. Resolvió Dios hacer un último intento, se dijo a sí mismo que esta vez no fallaría. Obro de la siguiente manera:

Reunió Dios todas sus fuerzas en una sola potencia, se concentró, canto al universo entero música que nadie recordaría, comprimió todo el espacio y el tiempo, lo puso en su mano, y como antaño, le dio un gran soplo de vida; resolvió Dios que cada alma ya muerta, nacida y por nacer, viviera simultáneamente una misma situación, a saber:

Cada humano debía decidir, a libertad propia, si decir la verdad, o no, a un asesino -que en la puerta- preguntaba por un amigo que se escondía en dicho domicilio. De esta forma, todas las almas humanas se contuvieron en un mismo instante: frente a frente ante (indirectamente) su “propio asesino”.

Enseguida, Observo Dios como toda la materia contenida en el universo se dividió en dos, uno de esos universos reunió a todos los que habían decidido decir la verdad al asesino, el otro, a todos los que habían elegido decirle mentiras para salvar a su amigo.

Al día de hoy, tanto nuestro lector como yo nos seguimos preguntando ¿Cuál de los dos universos es el que ahora el hombre habita, cual sobreviviría, cual se auto-aniquilaría, aquel en dónde decir la verdad se convirtió en principio moral absoluto, o, aquel donde se impuso –universalmente- mentir por filantropía? Solo sabemos que Dios, luego de su intervención, desapareció de nuevo, también sabemos que un universo se auto-destruyo y el otro es este.

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