Como puede, embute algo de ropa en una maleta pequeña. Saca tres fajos de billetes escondidos bajo las baldosas, guarda uno en la entrepierna y el resto en los zapatos. Revisa que esté el pasaporte en la billetera. Cada minuto que pasa, se asoma impaciente a la ventana. El taxi no llega. La llamada que dejó pasar al buzón le avisa que la vía está cerrada.

Se escurre entre las sombras. Corre. Corre y no descansa. Está agitado. Le falta el aire. Siente un dolor que le punza a un costado y lo obliga a detenerse. Mira a ambos lados e intenta respirar mejor. Se aprieta el estómago. Ve dos sombras en la esquina que van creciendo y empieza a correr de nuevo. Aumenta el dolor en el pecho y en el vientre, y baja el ritmo. Escucha pasos que se acercan. Avanza más rápido, y tras de él, los pasos también lo hacen.

Ve sesgadamente a alguien abalanzarse, le hacen zancadilla y cae dando botes. La débil luz de la farola descubre a dos jóvenes que al parecer no superan los veinte años. Alcanza a ver que uno de ellos esconde algo entre las manos, imagina lo que puede ser y grita. Las miradas que intentaban ocultarse tras las cortinas, desaparecen en la oscuridad.

—¡Ayudaaa, por favor!

—¿A quién llama, Manuelito? Sus amigos están escondiéndose como ratas en su madriguera, y no van a salir de ahí porque son unos cobardes como usted.

Se escucha el eco de un grito de dolor. Manuel percibe el terrible olor a carne quemada.


Empieza a toser, se gira y ve a lo lejos las llamas y un torbellino de humo negro extendiéndose hasta el cielo, que se traga todo a su paso: los árboles, las casas, su niñez…

El timbre del teléfono interrumpe los sueños de Acacio y queda sentado en la cama. Mira el nombre en la pantalla. Es Gregorio.

—Aló, ¿qué pasó? ¡Dígame!

—Perdón que lo llame a esta hora; esto ya pasó de castaño oscuro. Tiene que hacer algo. Esa gente sólo lo escucha a usted.

—¿Qué pasó? ¡Hable ya!

—Otra víctima. Manuel Pérez, pero esta vez no les bastó con marcarlo como a una vaca. Lo colgaron en un parque. A esta hora ya deben estar pasando la noticia.

—¡Aaah! No. No he visto nada; estuve escribiendo mi discurso de nombramiento y me fui a dormir tarde. ¿Pasó algo más?

—¿Le parece poco?

—No he dicho que sea poco, solo pregunto que si hay algo más.

—¡No!, ¡casi nada!

—¡Ellos se lo buscaron!

—¿Los… los está justificando?

—¡No! Pero eso se veía venir. Si la justicia no actúa, el pueblo la toma por su propia mano.

—¡Eso no es justicia, es venganza! Dios sabe que odiaba a Manuel, ese hijueputa era capaz de vender la patria por un plato de lentejas. Pero justificar lo que le han hecho, nos hace iguales o peores que ellos.

—¡Ay! ¿Ya va empezar? Ahórrese ese discurso para el noticiero. Mejor vaya por Camila. Hay que sacarla del país porque esto se va poner feo.

—¡Ah! ¿Se va poner?

—¡Sííí!

—¡Como ordene, señor!

—¡No me llame señor, no sea pendejo! Hágame el favor y vaya por ella ¡coronel! Y no olvide quién lo puso ahí.

—No. Jamás me olvido, pero esto está tomando un rumbo que no me gusta.

—Entonces cumpla su trabajo. Demuéstreles que aquí sí hay justicia, pero contra ellos. Nunca para ellos.

—Pues… ¡Ay! ¡No, no sé qué hacer!

—Pues lo mismo que el coronel anterior: fingir que hace algo.

—Yo siempre lo he entendido…

—¡No! Nunca me podrá entender. Al fin y al cabo… usted, solo perdió «cosas».

—Acacio…, va hablar con ellos, ¿cierto? Dígales que tengan paciencia, que vamos a meter a los corruptos en la cárcel.

—¡Sí! Sí… ¡Claro! Pero usted sabe que no tenemos tanto poder como para hacerlo.

Colgó el teléfono. Abrió el cajón de la mesa de noche y sacó una libreta. Con el dedo índice buscó a Manuel Pérez, entre una larga lista de nombres y lo tachó.

Luego la regresó a su lugar y volvió a dormirse.

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