El gris en la luz del mediodía al fondo del pabellón del psiquiátrico en ruinas explica la oblicuidad de los aleros de tejas. Hay algo artificial en el vuelo de las palomas rozando las cornisas tras los ventanales. Regreso la atención al cuarto: sobre la cama “el Diablo” arroja cartas al sombrero con la mirada perdida. La entrevista no va a funcionar. Lo certifico yendo hasta la puerta que se cierra frente a mí.

—Qué poco ha hecho Dios en la mente —dice sin voltear—. ¿No ve acaso el mazo infinito?

—No creo en Dios, “Diablo” —digo sentándome.

—Cada carta es un alma, la que cae fuera, será desdichada.

—¿Cree en el alma? ¿Cuál es su nombre, “Diablo”?

—No tengo.

—En los registros de la institución figura como Eusebio Visconti. Déjeme ver… ¿noventa y dos años?

— Lea lo siguiente, no molesta.

—…sin familiares, esquizofrenia, reclusión perpetua…

Levanto la vista: el vuelo de los naipes, las figuras de las palomas. El cielo se oscurece y transpiro, no voy a comprobar si son nubarrones oscuros o perdí el juicio.

—¿Le inquieta la noche, Celso? —dice.

—¿Conoce mi nombre?

—Si llamé a la penumbra, su nombre será el que yo diga, Doctor.

—Me llamo Celso desde siempre.

—Eso es lo que su cerebro asimiló una milésima de segundo atrás. Seleccionar la realidad. ¿Conoce el colapso de la función de onda, la multiplicidad de dimensiones por donde se mueve la conciencia?

—Algo.

—Cada carta es un alma, la que cae fuera, será desdichada.

—Se le terminan… y me evade.

—Cada carta es un alma, la que cae fuera, será desdichada —repite desplegando un nuevo mazo, salido de la nada. La puerta, eso lo hace cualquiera, una floritura con naipes, también.

Me mira por fin. Sus ojos tienen la vulgaridad de cuencos de centeno. Tras los vidrios las estrellas impresionan.

—El arte y la realidad son colecciones de clichés intervenidos —dice—. Note la patética imagen que le di: un anciano en apariencia loco, aislado, jugando con naipes vinculados con almas. ¡Eso sí es cliché! Y sin embargo, alguien no sólo decidió no borrarlo, además lo publicó. Lo eligió, somos personajes de una obra, vivimos.

—Ese sí es un recurso muy remanido.

—No se compara con el nerviosismo que le produce la noche a esta hora, Doctor. ¿Leyó sobre la teoría del Universo Holográfico? Esto ocurrió, proyectado desde millones de años luz por el umbral de eventos de un Agujero Negro. Todo ha sido escrito y a la vez está siendo escrito y a la vez leído.

—Matemáticamente los agujeros negros no pueden existir. Por otro lado: recién éramos personajes, ahora somos hologramas, y si apelo a la superposición, también seres reales, en un universo que proyecta y no es ficticio.

—Es igual, Celso, usted no comprende. Un personaje es algo real, la ficción es nuestra cárcel.

Los postigos se abren por sí solos: un aire fresco entra junto al bullicio de la ciudad.

—¿Escucha? —pregunta— Las ciudades… ¡Cuánta belleza! ¡Dolor! ¡Injusticia! ¡Cuánta ceguera! Es fantástico, arte subvalorado.

Ríe fuerte. Sonrío.

—Qué tonto es, Doctor —continúa—. ¿Acaso importa si la puerta fue movida por un pase de magia o por sobrenaturaleza? La realidad ya no nos necesita. Lo notorio es que quiso salir, y cerré, luego quise mostrarle la ciudad, y abrí los postigos. Eso es lo sustancial, no cómo lo hice. ¿No es bello oír el ruido de un mundo? ¿Escucha la ambulancia? No llegará a salvar al pobre chico. Soy un enamorado del mundo, un inmortal como solo el peor de los horrores permite.

Me asomo. Suficiente altura para notar la pequeñez del hombre. Eusebio enciende un cigarrillo a mis espaldas. Lo veo en el reflejo del vidrio. Afuera la gente, naipes arrojados al hueco del destino. Ese vendedor de panchos… qué importa si abrió el depósito de agua hirviendo con la mano o la mente.

El viejo echa el humo

—Soy el demonio —dice—, hago el mal.

—El mal no es matar a un tipo, es hostigar a muchos. Las religiones se vienen encargado de eso por milenios.

—Eso es cultura, guerras. “Diablo” es uno de los nombres del mal. ¿Quiere llamarme Eusebio o Tractor? ¡Hágalo! Está ante un código propio. Sepa que voy a matarlo, lo haré bajo su codificación de información, de otra manera es un arte sin latido. El mal es una actividad solitaria, humilde, lo demás es política.

—El mal como arte, otro cliché.

—No soy quien escribe. O quizá sí, eso a quién le interesa.

—¿Jamás mató a nadie, esperó tanto por mí? No sé si creerle, ¿sabe? Me inquietan sus ilusiones.

—¿Va a morir y piensa si quien lo mata es un chiflado en un manicomio o un ser sobrenatural? Dejesé de joder, Celso, tenga pánico.

—Lo tengo.

Eusebio estalla en toces. Juro, no sé por quién, que el cigarrillo despareció. No hay cenizas en el piso, ni sobre la cama. No hay humo, ni se huele.

—No soy humano, Doctor, adquirí sus códigos. Ustedes son bellos, la empatía es bellísima cada atardecer en el parque.

—Es muy difuso, no alcanzo a seguirlo.

—Voy a asesinarlo, Celso, lo dije, ahora mismo lo haré.

La puerta se abre. No hay hilos ni mecanismos en las bisagras, tampoco hay gente en los pasillos, excepto el prematuro ocaso y el espanto de las aves, más allá.

—Puede salir —dice.

—No entiendo.

—No pierda de vista a las palomas.

Gráficos de sistemas dinámicos en la Física del Caos, me digo mientras las miro. Me vuelvo sin saber a qué temer.

—Váyase —insiste—, todo está siendo escrito, leído y este es el final. Soy un paciente más.

—¿Cuál es el fin de la historia? No proponga un final predecible.

—Todo final lo es.

—Ahí le traen la cena—advierto en voz alta.

Un enfermero camina por el pasillo con un carro, manteles y bandejas.

—Lo sé —respondo entrando a la habitación vacía; ya sentado a la mesa con hambre, cerrando este libro.

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