Cubierto de mugre y oliendo a vino, sufría Fluge la invisibilidad alcanzada a cambio de libertad. Eso al menos es lo que gritaba a todos aquellos que pasaban a su lado sin ni siquiera mirarlo. Había conseguido mimetizarse con el grafiti del túnel que le daba abrigo: no necesitó magia para conseguirlo, le bastó con la indiferencia del rebaño.

Su ajuar consistía en un tetrabrik y un plato —plato de comida, plato de limosna—. A veces lo acompañaba con un trozo de cartón en el que podía leerse en letra temblorosa: «No quiero limosna, me conformo con tu mirada». Miradas no recibía, limosnas apenas. Completaban sus pertenencias un saco de dormir y una manta sumergidos en la grasa de un carrito de la compra. Hacía años que se había emancipado de cualquier otra posesión.

Hizo añicos su pasado para amanecer en un mundo carente del servilismo materialista. Dejó la manada y nunca se lo perdonamos. Su independencia se confundió con arrogancia y desapareció cualquier atisbo de conmiseración. Fluge no la necesitaba: mejor pastor que rebaño.

Conocerlo fue una experiencia áspera: debajo de aquella suciedad y embriaguez sobrevivía un alma atormentada, sincera y muy directa. Sus frases, a veces deslavazadas, eran puñetazos. Nadie estaba preparado para esa feria de palabras: Fluge pasaba de la montaña rusa a la casa del terror sin tregua. Su locuacidad me intimidó desde el primer momento, pero su convicción en ese modo de vida ganó mi respeto y aprecio. Poco a poco se fue haciendo tridimensional, abandonó el grafiti de su túnel y emergió más rotundo que cualquier persona que haya conocido.

Hoy el túnel está vacío, el olor a humanidad ha sido sustituido por el de mierda de perro. Una breve noticia en el periódico tildó de aberración lo que había sucedido.

Tizne en el suelo, tizne en el techo, ampollas en la pintura.

Mis recuerdos han huido de la barbarie hasta alcanzar un refugio en el que Fluge ha transmutado en grafiti.

Ahora, todo el mundo lo mira.

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