Las miradas más tristes se dirigían al centro de la calle, aunque, al decir verdad, las más satisfechas también.

Un lunes de enero nunca fue el mejor día para nada, pero, sobre todo, si se trataba de ir a un colegio donde el frío y la humedad se filtraban, a la par, por las calizas paredes donde se ubicaban los más incómodos pupitres.

Más de una treintena de pequeños personajes, habitantes de una misma calle, ataviados con bufandas, trencas y abrigos variopintos, caminando al mismo destino, pero cada uno con su personal pellizco en el estómago, se refugiaban como podían del intenso frío que los atenazaba. Delicadas manos, enrojecidas, de quienes no sentían los dedos que sujetaban la pesada carpeta con la que intentaban no defraudar a sus maestros. Además, la cama estaba demasiado calentita como para cambiarla por la aburrida realidad de un día de colegio.

Pero aquel día todo se centraba en la pirámide de piedras, que acababan de descargar, justo al lado de la gran calva del empedrado, que hacía años tenía una misión que cumplir como centro de reunión y parque de juegos y disputas.

Con la primera mirada que se cruzó fue con la de su amigo Salvador. Ambos sabían que aquello significaba el fin de sus particulares enfrentamientos. Por muchos niños que participasen, entre ellos existía un pique especial. Así fuese a las canicas, a la lima en sus diferente formas, o a romper trompos, raro era el día en el que no acabasen solos y con la noche rozando los tejados. Ahí no importaba el frío ni las continuas llamadas de sus progenitores.

–Por fin van a cubrir el dichoso agujero –oyó decir a una de las madres.

–¡Ya era hora! –dijo otra.

Pero Ricardo no era de la misma opinión. Los pocos carros que pasaban por la calle –siempre vacía–, se escoraban a derecha e izquierda para no meter sus pesadas ruedas en lo que tanto les molestaba. Los niños estaban a salvo de las regañinas de sus mayores y, aunque sucios y con algún golpe de más, siendo un terreno neutral, nadie podía imponer sus reglas.

No habían vuelto la esquina con la calle del Peso, cuando Ricardo, Salvador y otros niños de su misma edad –todos vecinos y compañeros de juegos–, farfullaban su malestar y comenzaban a trazar el mejor plan para que las cosas volvieran a su habitual estado de desordenado bienestar. Eran conscientes de que cuando volvieran, después de toda la mañana sin ocupar su espacio preferido, los empedradores habrían cubierto gran parte de él, y ellos tendrían que bordearlo, con la honda pena de tener que encontrar otro lugar en el que demostrar sus habilidades.

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