— ¡Hijos de puta! ¡Hasta pa chuparme la sangre tengo que enseñar el DNI!

Las ruinas se amontonaban como roscas en una panadería, como si la memoria del tiempo pretérito solo fuera la excusa mediática del último político de turno para explotar los secretos de una civilización olvidada. Las ruinas sobre las ruinas, las ruinas del tiempo sobre las de esa otra memoria que agoniza.

— ¡Tres pisos! ¡Me van a hacer subir otra vez los tres pisos!

La mujer movía su cuerpo ruinoso y enclenque apoyándose en un pequeño bastón improvisado por la cuesta que descendía desde el cerro del Molinete, tratando de no perder el equilibrio. Acababa de salir del centro de salud molesta y contrariada por las circunstancias. En ese momento, su retina visualizó varias secuencias inconexas; vio la ladera de la colina convertida en aparcamiento —donde ahora estaban las piedras milenarias—, localizó el solar donde se encontraba el bar de la Bombilla, el de la hostería de la Ponderosa, y recordó a la Negra, la Negra Cariño que nunca le devolvió las llaves. << ¿Por qué se portó así con ella?>>, se preguntó. Un detalle, un breve flash que le trae el recuerdo de la anciana Memé quitando el mal de ojo con los pañuelos en mitad de la acera.

El silencio duerme pesaroso en las esquinas, mientras los gatos dibujan sonrisas de pánico cerca del ataúd. Isidro, el Manco, solía pasar por esa calle indeciso y melancólico. Decía que oía extraños sonidos y que, conforme pasaban los años, le parecía que sonaban cada vez con más fuerza.

Un aroma a perfume low cost flotaba en el ambiente y se mezclaba con el olor a pachuli y sándalo quemado. Los primeros rayos de sol de la mañana se filtraban entre la neblina y alcanzaban los restos del suelo adoquinado en blanco y negro, como un tablero de ajedrez, del mítico Arlequín. Las chicharras comenzaron a batir sus alas y un ruido monótono y pesado se escondía incómodo entre la maleza.

La mujer empujó con dificultad el enorme portalón; el brujo leía en voz alta su panfleto en el rellano de la entrada:

<< Un campo seco, sin vida, de los muchos que quedan en la ciudad; lugar de vertedero de escombros y basuras, donde centenares de ratas subsisten día a día en un intercambio continuo en pos de la civilización: quién no recorrió alguna vez parajes igual a este, bajo el sol de mediodía…>>

— ¡Hijos de puta! ¡Hasta pa chuparme la sangre me piden el DNI! —seguía gritando con decisión.

Sus manos tantearon la oscuridad, buscando el interruptor. Cuando encendió la luz, los acólitos se quedaron perplejos. Joe, el viejo vagabundo inglés, apareció en el descansillo arrastrando su carro de humanidad cargado a rebosar. Las ruedas chirriaban al compás del sonido de las campanas de la iglesia. Durante un segundo, se quedó mirando a la mujer y dejó que pasara a su lado, tranquilamente, sin inmutarse. Ella le preguntó por el muerto.

— ¡Pregunta al guardia, que para eso le pagan! —le contestó con su frase favorita.

Los acólitos seguían atentos la perorata de su maestro. De repente, sacó de la túnica escarlata una bola negra y lustrosa y se la introdujo en la boca; todos empezaron a aplaudir.

¿Veis? ¡Egtoos sí que ef mayico!

— ¡Anda la hostia! —dijo Joe, con ese acento tan peculiar, al descubrir que el brujo se había quedado sin respiración. Le soltó un golpe en la espalda que lo tumbó sobre los escalones.

— ¡Se atraganto al jodido ermi-taño! —explicó al resto del personal con su ágil y demoledor español.

Joe empujó imperioso su carrito de la compra y toda la basura salió despedida por el descansillo. La mujer subía ya por las escaleras.

— ¡Tres pisos! ¡Me van a hacer subir los tres pisos!

Las notas de un blues empezaron a componer acordes singulares en lo más alto del rellano. Y el brujo levantó las manos al cielo.

— ¡Milagro! ¡He visto la luz! —gritaba.

— ¡Menudo trompazo te dio el inglés! —decía entre dientes uno de los acólitos. — ¡Qué no vas a ver!

Y las notas del blues se confundían con la algarabía y el trasiego del carro de Joe, hasta que alguien volvió a cerrar el portalón y los vecinos, encerrados en sus balcones azules, miraban indiferentes la calle desierta.

Fin

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