El sol quemante en mi piel despierta mis sentidos. De regreso a casa, en un transcurso de unos 25 kilómetros, mi papá siempre trata de entablar conversación conmigo. Me pregunta de cómo me fue en la escuela, si jugué con alguien y si me pusieron estrella en la frente para asi volverme la mujer maravilla. Estoy cansada, un poco aburrida y mi atención no me dá para mucho. Bajo la ventana, dejo una ventila de algunos centímetros para que así no entre la ráfaga de viento que se adquiere con la velocidad del carro. Tengo ganas de llegar a casa a tomar agua y disfrutar de la comida que mi mamá ha de haber preparado. Quiero sentir la frescura del pasto verde bajo mis pies descalzos.

Ya vamos llegando. Ya se vé la entrada arbolearia de Ojo de Agua, la colonia suburbia donde mis padres buscaron el descanso y aislamiento, para que años después se volviera un anexo más de la Ciudad de México. Recuerdo cómo me perdía en esa vista de árboles robustos y altos. Me gustaba sumergirme bajo la sombra proyectada por esos brazos frondosos y protectores que recibían a un sinnúmero de habitantes. Era un trayecto corto por un tunel lo suficientemente luminoso como para percibir sus hojas siempre verdes iluminadas por el sol, pero al mismo tiempo sumamente fresco en días calurosos y abrigador durante el frío. Ese abrigo se volvió cada vez más grueso al pasar los años. Solía agarrar fuerzas de esas ramas densas para arroparme ante una casa que se fue volviendo más fría y desolada. Por años he mantenido la ilusión viva de esa transición paradisicaca en medio del desierto de mi vida diaria.

Hasta cierto punto, la arboleda se vuelve el único lugar neutro ante la fragmentación que mi familia sufre. Entre los deberes de la escuela y la soledad ensordecedora de la casa, la arboleda se convierte en testigo de mis escapadas. En mi temprana adolescencia salgo a trotar con frecuencia, a oxigenarme, sobretodo, a cobijarme de las caricias de los árboles al sacudirse con el soplo del viento. Quiero quedarme más tiempo hasta la caída del sol, pero ante todo la voz de mi madre en mi mente me previene a no exponerme a peligros difusos en la oscuridad. Ya en cama, cuando los gritos o lamentos llenan todos los espacios en casa, hay un lugar en donde todavía puedo contemplar esas ramas flexionadas con el viento. Me sumerjo en ese pensamiento, con devoción e incluso obsesión. Me impresiona la elasticidad que esos árboles tienen ante los diferentes elementos de la naturaleza. Quisiera ser uno de ellos para salir ilesa de los tempestades en familia.

La complejidad de la situación en casa me causa confusión. No encuentro palabras ni conceptos para denotar lo que pasa en casa. Lo que sí sé es que no se compara con la situación familiar de mis amigas de la escuela. Suelo no hablar mucho al respecto. Es como tratar de hacer visible la hierba mala en un pasto aparentemente verde. Mi madre siempre nos ha inculcado que lo de casa se mantiene en casa. En los años noventa, Ojo de Agua carecía de cualquier tipo de lugar comercial o de entretenimiento que hiciera la vida de niños y adolescentes menos tediosa. La larga distancia con la Ciudad de México no ayudaba mucho a canalizar las frustraciones o aburrimiento. La arboleda significaba mucho para mí. Con el tiempo, los momentos de conflicto se hicieron menos visibles aunque se mantuvieron latentes de una manera muy indirecta. Se habían formado bloques de pelea.

Poco a poco, el nido se fue desalojando. Mi madre iba y venía del trabajo. Mi padre nos sorprendía con sus visitas inesperadas y desagradables. Mi hermana mantenía horas de hotel que le permitieran continuar su vida laboral y de estudios en la gran metrópolis. Y, mi hermano entre casa y casa se agregó a la confusión familiar para apoyarla en su disfunción. Las batallas estaban declaradas, aunque nunca fueron pronunciadas. Adquirían una descripción muy característica. Objetos importantes empezaron a desaparecer sin explicación alguna. No se tenía la certeza de cómo había ocurrido, pero si se sabía quién se había apoderado de ellas. Mi mundo se vio devastado ante la destrucción de vínculos. La infertilidad de ella fue inevitable.

Las visitas que he hecho a mi madre en los últimos 18 años, han sido en la oscuridad por lo general debido a los vuelos intercontinentales. Al entrar a Ojo de Agua me ha llamado la atención que las arboledas han perdido su semblante de tunel. En la oscuridad no he podido contar los árboles que en un pasado incitaban una fantasía transitoria. Pero más bien las luces de los diversos comercios y las viviendas múltiples me han dislumbrado cayando al mismo tiempo la soledad ensordecedora que tanto me reconfortaba.

Los vestigios de un pasado no tan remoto quedan seguramente en esa ilusión transitoria en mi mente. Ahora, cuando estoy de visita, en busca de algun aliciente al tratar de escapar esa soledad y frialdad de casa, me topo con una soledad aún mayor. Me veo envuelta de un gran tráfico de vehículos y de personas en una arboleda, que en mis pensamientos seguirá siendo la transición que me brindara reconfortación. Pero al caminar y dejar que mis sentidos se despierten visualizo un peatón remarcado de árboles que me permiten encontrar esa transición tan preciada y ahora perdida.

FIN.

Ojo de Agua, Tecámac Estado de México











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