Fue mi amigo Marcelo quien me encargó le escribiera un relato para su curso de filosofía. Estábamos en el comedor de la universidad y él daba unas cucharadas groseras a un consomé de pollo. No sé, dije medio hastiado, yo no le pego a eso de la filosofía. Me quedó mirando un rato y luego, como si no me escuchara, se metió un pedazo de pan a la boca y dijo que necesitaba algo sencillo, cualquier cosa. Algo de la soledad o de la muerte, qué se yo, añadió. No tenía intención de aceptar el encargo, pero antes de que pudiera negarme, Marcelo ya iba de salida con su bandeja. Sin darse vuelta me dijo que tenía una semana máximo para mandárselo.

No supe más de él por los primeros cuatro días. Ni me acordé de escribir y mucho menos de investigar algo. Fue en la mañana del quinto día que Marcelo me preguntó cómo iba con el relato y, como no tenía nada, le mentí. Le dije que ya llevaba como tres páginas y que pronto empezaría a corregir. Excelente, dijo emocionado, sabía que podía contar contigo. Cuando volví a casa tomé un libro de cuentos de Uhart, que estudió filosofía. Ella hablaba de cosas cotidianas y sencillas, de su infancia, del barrio donde creció, de la tía loca. De esos detallitos se ramificaban conceptos más interesantes y profundos.

Decidí llamar esa misma noche al Vicho Martínez para que me ayudara a recordar cosas que hacíamos de chicos. Partimos hablando de cosas triviales como los partiditos de fútbol donde el arco era la jardinera que estaba frente a mi casa; nos acordamos de la película de superhéroes que grabamos con la cámara de la Fran; del lavado de autos que armamos en torno al álamo que daba nombre al pasaje y que un día talaron sin más porque estaba infestado de termitas. Yo era el único que aún vivía en el mismo barrio. Le pregunté a mi amigo si se había enterado de que el papá de los gemelos García había muerto. No tenía idea, dijo. El viejo, empecé a contarle, se chaló después de un accidente y un día, mientras fumaba borracho al borde de la piscina vacía, se cayó y se reventó la cabeza. Con mi mamá fuimos al funeral a dar el pésame, pero los gemelos parecían más aliviados que tristes.

Cortamos después de la una de la mañana. Me fui a dormir y esa noche soñé que jugaba al avioncito con mis amigos del pasaje. Yo era adulto y ellos seguían siendo niños, el álamo se erguía con sus hojas otoñales y el papá de los García nos cuidaba. Cuando me iba a tocar tirar la piedra, el viejo apunta mis manos y, al mirármelas, descubro que por ellas corren cientos de termitas, todo mi cuerpo está cubierto de termitas. Dejo caer la piedra y los niños ríen, pero de sus bocas no sale sonido alguno. Desperté con el corazón en la boca, vi el reloj y eran poco más de las cuatro. Salí al jardín y noté que la calle estaba como siempre: desierta, las casas dormían un sueño que hacía mucho me era ajeno y, en la mitad del pasaje, un parche de concreto sepultaba los restos del álamo.

Durante el fin de semana intenté escribir un cuento sobre mi infancia, pero tuve que desechar cada palabra porque no iban a ningún lado. Me tomé unas cervezas y empecé a fantasear con la muerte de Marcelo: a veces lo encontraba colgado en el baño de la universidad, otras se atragantaba con el pan del casino, pero en la mayoría de los casos era yo quien lo mataba.

El domingo casi a la hora de almorzar me llamó Marcelo. Quería saber cómo iba con su encargo. No alcancé a decirle que no había escrito nada y él ya se estaba invitando a pasar por mi casa para darle una leída al cuento. Me cortó antes de que pudiera oponerme o inventar una excusa. El resto de la tarde me dediqué a escribir lo que fuera con tal de tener algo para mostrar. Recordé el sueño de las termitas y sentí que ahí había algo filosófico que no podía entender del todo. Me puse a escribir y todo lo que se me venía a la cabeza era el papá de los gemelos cayendo a un pozo sin fondo de paredes azules. Justo antes de estrellarse, su cuerpo era reemplazado por el mío. Arriba todo lo inundaba la risa de niños jugando despreocupados. Al final de la historia yo estaba con la cabeza partida al fondo, claramente muerto, pero seguía de alguna manera consciente de todo lo que pasaba a mi alrededor. Veía a mi madre llorando mientras entregaba detalles a los carabineros. Les decía que hacía como una semana que andaba medio perdido, que miraba mucho al pasaje en mitad de la noche y que algunos vecinos se habían quejado. Interrogaban al Vicho Martínez y él les decía que hacía unos días había hablado conmigo y que todo había sido muy raro, que preguntaba cosas de nuestra infancia. Según su testimonio, yo andaba frustrado porque a mi edad seguía en la universidad y vivía con mi mamá.

No me di cuenta de la hora hasta que sentí que tocaban la puerta. Era Marcelo. Me alejé del computador y tomé asiento sobre mi cama. No entendía bien qué pasaba, en un instante mis ideas se dispersaron por toda la pieza mientras que la voz de Marcelo me hacía volver a mis cabales. Eché una leída rápida y lo único que me quedó claro era que el cuento era pésimo y por primera vez –no sería la última– agradecí estar muerto.

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