Una vivía en el campo; la tierra le había ofrecido generosamente un lugar donde habitar: propio, especial, privado, seguro.

Su hogar venía delimitado por grandes vallas y cada día recorría sus reducidas lindes con el mismo pensamiento: “hasta aquí, yo”.

En muy contadas ocasiones recibía alguna visita del exterior; esos días dedicaba un buen rato a preparar café con bizcocho, encendía el fuego y se arreglaba. Disfrutaba de estos momentos a pesar de las restricciones que la costumbre imponía: tocarse sin afectación, no mirarse más de cinco segundos seguidos, no repetir la misma visita dos veces; pero sobre todo, se recreaba en el instante en el que volvería a quedarse consigo misma.

Sí, Una era una misma común; una misma orgullosa y eficiente. Vivía su separatidad con una resignación casi religiosa, militante. “Sé tu misma”, le habían dicho desde que nació, y así pensaba que debía vivir.

La primera vez que vio a Otra fue en el río.

Una caminaba distraída dando pataditas a las piñas y de repente la tuvo delante, sin más; Otra no se había apartado al verla llegar, como hacían todos los demás obedeciendo las normas más básicas de convivencia.

Una sintió un pinchazo en el estómago y el sabor de la adrenalina en la boca; quizá se trataba de una disidente, una activista pro-afectación. Otra sonreía y no parecía dispuesta a apartarse, los ojos brillantes.

Se miraron un buen rato, y entonces empezó todo: Una se acercó a Otra a hurtadillas, encontró una grieta por la que colarse y vio allí un gran jardín, verde y húmedo. Se produjo una reacción química que no conocían y crecieron sus ríos, fueron alud de cosquillas y se persiguieron saltando, así las ardillas en los árboles. Sucedieron maravilla de horas, crearon dos unas, se ensimismaron y unieron tantas veces que hoy no podrían ni contarlo: dentro y fuera, fuera y dentro. Lloraron, hicieron alquimia; se desotraron.

Una abrió los ojos después de un rato de calma y se encontró sola, al lado del río. Miró alrededor y no encontró rastro de Otra.

Se dirigió a casa corriendo, pasando por un gran cartel de “Do it yourself” de los que poblaban toda la provincia. Al entrar fue directa al espejo y descubrió algo que llevaba intuyendo durante todo el camino: tal y como le habían alertado desde siempre, cuando otra persona consigue meterse dentro, una ya no vuelve a ser nunca la misma. Se produce una transformación en la que la otra queda incorporada de manera inevitable, dejando paradójicamente de ser otra para formar parte de una, modificando los cimientos de la identidad y creando un ente diferenciado que recibe el nombre de vínculo.

Una gran sonrisa iluminó su rostro.

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