Budy era un niño rubio, de piernas grandes y barriga redonda. Se miraba el ombligo, metía sus dedos dentro esperando que algo grandioso pudiera salir de ahí.
A la pregunta de «¿Qué quieres ser de mayor?», Budy siempre respondía huyendo, levantándose la camiseta y cubriendo su gran cabeza. Había crecido sabiendo que un famoso monje tibetano se reencarnó en sus propio cuerpo, anticipando el histórico hecho a todo el universo.
Los días de sol los pasaba sentado en el porche, mirando al infinito, contando los pétalos de los flores que caían al suelo. En el parque no le gustaba mucho relacionarse con los demás niños y en el colegio su maestra le pedía que trabajara más en equipo. Pero Budy siempre acababa en su deseada soledad.
Soledad. ¿No sería lo que el monje budista hubiera querido si siguiese vivo? Parece que nadie más quería entenderlo. Budy intentó un día escapar, cuando toda su familia dormía. Aunque los amaba, algo muy fuerte dentro de él palpitaba pidiendo escapar.
No llegó muy lejos, tras una hora caminando la policía lo encontró dormido entre dos grandes olmos. Después de eso quedaron tardes de psicólogos, terapias de grupo y constantes charlas con su familia durante las cenas.
En el pueblo, pasó de ser el increíble niño reencarnado al «pobre Budy». Nadie confiaba ya en que un gran monje se había reencarnado en aquel simple niño. Budy, mientras tanto, aprovechaba las terapias para escuchar a los demás. No hablaba, ni contaba sus traumas. Solo escuchaba atentamente, asintiendo con el ceño fruncido cuando algo le resultaba interesante de verdad.
A medida que fue creciendo, perdió toda la fe que le quedaba en él mismo, obligándose a ser como el resto. Pensaba: » Si todos son felices sin cuestionarse nada, yo también podré serlo. Debo pensar menos.»
Budy terminó de estudiar y encontró un trabajo en una recepción de un hotel. Su función era simple pero a él le gustaba. Atendía los pedidos de colchas, sábanas y almohadas que venían nuevas al hotel y se deshacía de las que ya eran inservibles. Todos sus compañeros estaban muy contentos con su trabajo, aunque era un chico tímido y de pocas palabras, siempre tenía una sonrisa que ofrecer.
Los años pasaron y siguió trabajando. Se levantaba antes de que el sol naciera y se acostaba justo cuando las farolas encendían la ciudad. El trabajo, que al principio era divertido y estimulante, pasó a ser una copia tras otra, casi sin poder diferenciar un lunes de un jueves. Aun así, Budy no había perdido su capacidad de escuchar y se entretenía imaginando cómo seguirían las conversaciones de las personas que veía en el metro.
En unos de estos días rutinarios, a Budy le cambia el gesto cuando escucha a su jefa, sin que ella se percate, decirle al encargado de su sección que debían despedirlo por falta de recursos humanos. Budy se queda pensativo durante unos segundos. Todo lo que tenía se ha desmontando con tan solo unas palabras. Budy quiere decirle algo hiriente, insultarla de la peor manera posible. Pero no puede.
Coge su abrigo y se marcha antes de la hora. No va a volver nunca más a su trabajo. Budy está solo, como quería de pequeño. No tiene amigos, ni trabajo, ni alguien que le diga que no pasa nada. Aun así, algo dentro de él en lo más profundo lo tranquiliza. Sin pensarlo dos veces, llama al taxi que llega por la avenida y se sube.
Es el día de su cumpleaños, así que para en el supermercado y se compra una gran tarta de nata, con dos velas que forman el número treinta y tres. Cuando llega a casa enciende las velas, cierra los ojos y pide un deseo. Imagina un lugar lleno de árboles, como en los que se quedó dormido cuando era un niño, viendo atardeceres de colores y rodeado de silencio.
Aunque le cuesta, Budy se termina toda la tarta para que no se ponga mala. Ya no hay lugar en el frigorífico. Lo desconecta. Apaga los plomos y coge su pequeña maleta roja. Echa un vistazo a su casa, donde ha pasado todos los años desde que dejó de ser un niño, aquel que según contaban algunos todavía, se había reencarnado en un famoso monje budista.
Por fin iba a averiguar lo que tanto le había atormentado de pequeño. Con dirección a la India, Budy comenzó el viaje de su vida. Quería conocer quién había sido ese monje budista en el que estaba reencarnado, por qué él si tanto le ha hecho sufrir. Preguntó a viajeros, monjes, expertos, maestros pero nadie parecía saber quién era aquel monje.
Llegado el atardecer, Budy se paró a beber agua en un pequeño arroyo cerca de un templo perdido en el norte de la India. En menos de quince minutos sería de noche y debía encontrar un refugio donde pasar la noche.
Con mucho miedo, y llevado más por necesidad que por gusto, subió los largos escalones del templo esperando que hubiese al menos un techo donde cobijarse. Se hizo de noche mientras subía. Con los últimos rayos del día, Budy llegó a una inmensa puerta comida por la naturaleza, ya nadie parecía vivir allí. En la entrada, inscrito en el suelo rezaba «Has llegado. Estás en casa».
Aunque solo fuese un mensaje para todo aquel que viniera al templo, algo dentro de Budy le hizo sentirse en calma. Cruzó el umbral y entró a ese templo oscuro. Cual fue su sorpresa cuando al entrar, un altar lleno de velas iluminaba la imagen de un pequeño monje budista, vestido de rojo y amarillo. Budy pensó que tendría al menos cien años. Investigó si alguien vivía allí pero no encontró nada. ¿Cómo estaban entonces las velas encedidas?
Budy se acercó al altar y miró la foto. Cuando la miraba en silencio, cayó al suelo lentamente. Budy la cogió y miró por detrás. «Hola Budy, encantado. Tú eres yo, yo soy tú. Bienvenido a tu casa».
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