La calle Quinta era la calle de mis bisabuelos. Se podría decir que acababa de nacer cuando se conocieron, pues fue creada cuando llegaron los trabajadores desde el País Vasco para la nueva Fábrica de Maderas de Valsaín.
A cada trabajador se le asignó una parcela con una casa de adobe que ellos mismos recubrieron de madera al estilo vasco y pintaron de negro y rayas rojas con sangre de toro. La misma sangre que iban a necesitar para derribar con sus hachas aquellos pinos de más de treinta metros del Guadarrama. Al lado de las viviendas había una caseta, el taller, y un jardín donde sembrar lo que el duro clima de la sierra consiente.
En el cruce de la calle Quinta con la calle Tercera le tocó a mi bisabuelo Benito su parcela. Su casa la número 12.
A medio instalarse los hombres llegaron las caravanas de mujeres. Organizadas por el Real Aserrío, tenían procedencias dispares, aunque todas llegaron con una condición común: el pelo recogido, los corpiños y casacas negros y las faldas largas de paño. Mujeres recias, si no de cuerpo, al menos en el carácter.
Marcela vino de Galicia. Su padre era segador y ya conocía por sus historias estas tierras. En honor a sus antepasados se bautizó la como La Cruz de la Gallega a una de las montañas cercanas a Valsaín. Ella siempre llevaba un mandil negro que alisaba con sus dos manos constantemente.
Mi bisabuela no pasaba desapercibida. Siempre me contaron que le gustaba mucho hablar. Se paraba a hablar con quien fuera y perdía la noción del tiempo. El bisabuelo Benito, que era pequeño y chillón, se ponía del color de la sangre de toro cada vez que llegaba de la fábrica y se encontraba el plato vacío y a su mujer fuera.
Marcela y Benito tuvieron siete hijos, cinco varones y dos hembras. También un puñado de ovejas, un par de vacas y un cerdo. Marcela siempre regalaba leche a los vecinos que le venían llorando con alguna historia. Por eso la querían tanto, y por eso no faltaban historias que contar alrededor de la lumbre todas las noches.
Una de sus hijas, mi tía abuela Andrea, nació con la cruz de Caravaca en el Paladar. Marcela se lo busco nada más nacer porque la había oído llorar en el vientre. Asustada se lo contó a la vecina, la Señora Tomasa, mientras bajaban a lavar al río. El llanto del bebé no la dejaba dormir y pensaba que se le había metido el demonio dentro. La noche del parto Tomasa fue a buscar al párroco don Andrés y éste acudió con varias jarras de agua bendita que había cargado en una carretilla desde el cercano pueblo de Valsaín por si tenía que realizar un exorcismo.
La niña nació con los ojos vigilantes. Don Andrés dijo que había sido señalada por Dios y que estaba destinada a ponerse a su servicio. Marcela, que no sabía lo que tenía en las entrañas hasta ese momento, se comprometió a ello.
Andrea podía ver la enfermedad antes de que apareciese. Quitaba las verrugas y el mal de ojo. También sabía que perro tendría la rabia. Por eso era normal que los vecinos llevasen sus perros a Andrea para saber si debían sacrificar a alguno.
Marcela encerró a Andrea en casa cuando los Colombas la empezaron a llamar bruja. Los Colombas eran una familia adinerada de Madrid que alquilaban la casa de al lado, la número 10, todo el verano. Tenían ocho hijos, todos varones, y una sirvienta. Todos los días la sirvienta los llevaba a misa y siempre salían de casa los chiquillos con prisas y a medio vestir.
El mayor, Eusebio, tenía ya los diecisiete y pretendía a Andrea. Se escondía en el almacén que estaba al final de la calle, detrás de las pilas de leña que descargaban los gabarreros todas las noches cuando regresaban del pinar.
La asustaba, la llamaba bruja y luego no se despegaba de ella. Fidel, uno de sus hermanos se dio cuenta del cortejo, pues era el encargado de pesar la leña y repartir los pagarés tres días en semana. Cuando Marcela se enteró mandó a Fidel, escopeta en mano, el último día de verano a despedirlos cuando cogían La Rápida a Madrid. Los Colombas nunca más alquilaron la casa 10 de la calle Quinta.
Andrea una mañana dijo que moriría esa misma noche, a las diez. Marcela llamo a su otra hija, pues eso no era cosa de hombres, la amortajaron con el traje de comunión y rezaron todo el día el rosario a sus pies. A las diez en punto los perros comenzaron a aullar y el alma de Andrea salió por la ventana.
A Loreto, la hermana mediana, la dejo el don de quitar las verrugas. A Marcela la culpa de no haber sabido callar a tiempo.
Marcela colgó el retrato de Andrea en el salón y en el resto de habitaciones dejó una pertenencia suya para obligarse a recordarla.
Marcela entonces se dedicó a espantarle los pretendientes a Loreto.
Un día llego a la casa un joven Ingeniero de Montes, de la Escuela de El Escorial.
Este joven burgués fue a visitarla cuando oyó a un jornalero de la fábrica que había una chica de la calle Quinta que sabía quitar las verrugas. Él tenía una en plena nariz que lo afligía desde niño. Loreto hizo lo propio, rezó una oración y luego enterró tres hilos. Los hilos al pudrirse deshicieron la verruga pero atormentaron de amores al joven. Ante su amor imposible huyeron una fría madrugada de diciembre.
Dicen que Marcela enloqueció de pena. Lloro tanto que en la puerta misma de la casa numero 12 de la calle Quinta surgió un manantial. Hoy se conoce como la Fuente de la Tía Marcela.
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