Desde el balcón, Sara miraba al horizonte cada atardecer. Las montañas enmarcaban un cuadro de óleo con tintes rosados y anaranjados dejando ver el oscuro azul de la noche. Era un momento hipnótico.
Desde la séptima planta tenía para posición perfecta para observar, sin ser vista. Al menos eso pensaba ella. Cada noche un pequeño perro de color canela paseaba por el parque de abajo. En su cuello se podía ver una pequeña luz, verde, rosa o roja que dependiendo del momento cambiaba de un color a otro. La luz corría de lado a lado, durante un buen rato, hasta que su dueño lo llamaba y desaparecían de la vista de Sara.
A ella siempre le hizo mucha gracia esa situación, imaginando a aquel señor mayor con su pequeño perro dentro de casa. ¿Estarían solos los dos? ¿Cómo se llamarían? ¿Tendría el collar luminoso dentro de casa? ¿Por qué siempre lo paseaba ya en la noche?
Un día, el trabajo se alargó más de lo cotidiano. Cuando estando a punto de llegar a casa, Sara vio como una luz verde se acercaba a ella. El pequeño perrito la saludó, pero inmediatamente se escucho la voz de un hombre mayor.
– ¡Lucy, vamos a casa!
La lucecita, se llamaba Lucy y además era una perrita, con pequeñas manchas negras. Mientras se acercaba a su dueño, Sara no podía dejar de obervar aquel momento. El señor mayor, se subió en una moto antigua, sucia y muy deteriorada por el tiempo. La perrita directamente se tumbó en sus pies. Él le sonrió y la acarició. Arrancó la moto y se fueron. No llegaron muy lejos, entraron en la cochera del edificio de al lado. A dos pasos del parque. Justo debajo del balcón de Sara.
Ella rió. No se podía creer lo que había visto. Cada noche, volvía a su balcón, sabiendo como Lucy y su dueño hacían el paseo hasta el parque en moto, juntos, unidos, siempre.
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