Mis viernes con Olivier

Mis viernes con Olivier

En el bar de la esquina de Juge du Palais con Coutellerie, aquel viernes, hablé con Olivier sobre la vida y la muerte.

Encontrar a Olivier en ese bar no era nada nuevo. Al contrario. Siempre me daba la impresión de que formaba parte del mobiliario, como la máquina de tabaco desconectada, la percha de la que siempre colgaba el mismo chubasquero sea cual fuere la época del año, o el mugriento espejo de detrás de la barra, por donde a duras penas conseguía deambular cualquier reflejo, mientras el único camarero se afanaba en restregar siempre la misma minúscula parte de la barra, con una bayeta raída.

—Una semana —oí que decía Olivier, sin levantar la vista de la mesa, mientras deslizaba la yema de su índice derecho con lentitud por las vetas del mármol como si siguiera, sobre un viejo mapa, la ruta secreta hacia un tesoro escondido. «Una semana», repitió mientras yo tomaba asiento frente a él.

«Desde cuándo a Olivier le importa el tiempo», pensé, cuando le colocaba delante una cerveza. Una vez me comentó que su nombre era de origen francés, proveniente del latín «Oliverius» y que, al parecer, hacía referencia al «olivo» y a lo que este simbolizaba: la sabiduría.

Pareció adivinar mis pensamientos cuando, a modo de reflexión en voz alta, dijo:

—Una semana puede ser mucho y poco tiempo a la vez. El tiempo es relativo. Todo en la vida es relativo.

—Qué te ocurre, Olivier —pregunté disimulando mi preocupación.

—El mismo Platón afirmó que la filosofía consistía en aprender, tanto a vivir como a morir. Lo que significa que, para quien ha entendido el sentido de la vida, para quien ha vivido con filosofía, es decir, para el que ha sido capaz de alimentar no solo su cuerpo sino también su alma, saber que ha de morir deja de ser algo angustioso. ¿Temes tú a la muerte… Alexandre?

—Prefiero no morir, si es eso lo que me preguntas. Por lo que dices, debe ser porque aún no estoy preparado.

—Los médicos me dan una semana de vida.

Sus palabras me noquearon, igual que lo hubiera hecho el directo de un peso pesado en mi mandíbula, pero me repuse al recordar aquello que me dijo un viernes antiguo: «No lo creerás, amigo Alexandre, pero hace mucho tiempo que hablas con un muerto». Sonreí. «La mar me convirtió en pez y morí cuando me sacaron del agua».

Olivier fue pescador mientras los años se lo permitieron. Creo que nunca perdonó al mar, que lo impulsara hasta el puerto como si fuera un viejo trozo de madera que formara parte de los restos de un naufragio. Ese debía ser el motivo por el que nunca pudo alejarse del puerto de Marsella. Aunque sé bien que tampoco lo deseaba.

Mon ami Olivier… —dije intentando resultar convincente— creo que has bebido demasiado.

Colocó la yema del dedo junto al borde de la mesa sin llegar a tocarlo.

—Aquí no hay nada ¿ves? —argumentó sonriendo, mientras aproximaba su dedo al inicio de la veta que atravesaba el mármol— nacemos de la nada para emprender un camino —su dedo se deslizaba sobre la superficie de la mesa— a veces nos desviamos del correcto hasta perder el rumbo para sumirnos en la oscuridad o, con suerte, para vernos obligados a rectificar.

—Todos cometemos errores.

—Pero otras, eso que parece un error puede marcarnos un nuevo camino. Tomamos caminos que terminan en la nada o descubrimos nuevos senderos que nos guiarán hasta el destino elegido. Sabes que aproveché mis largos períodos de soledad en la mar para aprender de los sabios; que les dediqué mi vida.

Olivier tenía una memoria fuera de lo común. Había leído miles de libros y los conservaba todos. Decía que tirar un libro, bueno o malo, era como arrojar a la basura el tiempo que su autor dedicó a escribirlo. Prefería olvidarlo en cualquier recóndito rincón de su extensa biblioteca. Conocía las respuestas a las preguntas más extrañas. Su mente era una fuente inagotable de información. ¿Tiempo de gestación de la Morsa del Pacífico? ¿Distancia entre Mercurio y Urano? ¿Temperatura del cráter de un volcán en plena erupción? Olivier podía responder.

—Tú, Olivier, sabes bien que no somos dueños de nuestro destino. A veces no tenemos elección. No elegimos nacer. Ni siquiera nuestro tiempo nos pertenece.

—No elegimos nacer, como no deseamos morir, pero sí podemos elegir cómo vivir. Si en el permanente intento de ofrecer a nuestro cuerpo los mayores placeres como único objetivo, lo que nos llevará de forma irremediable a temer a la muerte, o alimentando nuestro alma para aceptar de forma natural ese momento que para los primeros resulta tan fatídico.

—Hablas de dar un giro a nuestra vida.

—Hablo de arreglar lo tuyo con Natalie. Ella solo desea formar parte de tu vida. Quiere que le entregues parte de ese tiempo que dedicas a alimentar tu cuerpo. Natalie está en Marsella. Deberías estar a su lado.

Pensando en Natalie, recordé aquellas sabias palabras de Olivier: «No elegimos nacer, como no deseamos morir, pero sí podemos elegir cómo vivir». Ella siempre me reprochó que me centrara tanto en mi profesión. De todo ello hablé con Natalie y ambos decidimos concedernos una segunda oportunidad.

Pensé que a Olivier le agradaría saberlo.

En el bar de la esquina de Juge du Palais con Coutellerie, el viernes siguiente, encontré vacía la mesa de Olivier.

Como confesó Fedón a Equécrates ante la muerte de Platón, «…no me inundó un sentimiento de compasión como a quien asiste a la muerte de un amigo íntimo…», ya que, como él dijo de Platón, el viernes anterior vi en Olivier «un hombre feliz, tanto por su comportamiento como por sus palabras».

La máquina de tabaco seguía desconectada. El chubasquero esperaba en el lugar de siempre, y me encontré solo ante el mugriento espejo de detrás de la barra.

El camarero me miró un instante y siguió frotando con su bayeta raída.

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