No era una opción liberadora, ni una manía de adolescente, tampoco una vía de escape para conseguir la tan anhelada libertad sexual propia de las chicas de mi edad, nada de eso pasaba por mi mente cada vez que ajustaba mis temores y salía a la calle revestida de ilusión pensando que sería la última vez que lo haría.
Cuando pisaba el asfalto, mi dignidad se aniquilaba y buscaba desesperada vías de escape e inútilmente huía por los poros dejando mi ropa empapada de amargura, decepción y abatimiento.
Yo era dueña de un par de ojos hermosos, que ni la noche ni las lágrimas habían podido desgastar; se negaban a marchitar en medio del trajín de aquellas jornadas heladas en las que entregar mi cuerpo a cambio de dinero era la única opción al menos, eso era lo que mi cerebro me exigía después de ser abusada una y otra vez por aquel que llevara mi propia sangre. A mis seis años, era imposible pensar que la vida tendría para mi más alternativas; a esa edad lo único que pasaba por mí mente era en que debía ser el “juguete sexual” de un monstruo que sin pedir permiso irrumpía mi inocencia destrozando a su paso la idea de lo que el mundo exterior asumía como un emporio de estupor. No podía responder a mil preguntas que rondaban en mi mente, ante todo la mayor, la que calaba mis sentidos, hasta mis entrañas adoloridas por la perversidad y la desidia me hacían preguntarme…
—¿Dónde estás mamá? —
A mis veintiuno, esa pregunta no había sido resuelta, mamá prefirió perder a su hija, arrojarla indefensa al mundo y sus peligros antes de considerar en su cabeza hueca, confundida y dependiente la idea de perder al hombre de su vida. Pero no era el par de hermosos ojos lo que llamaba la atención de los buitres que rondaban las calles oscuras en busca de un momento de placer. Mis ojos y sus secretos no era la presea codiciada por rufianes callejeros. Eso no causa placer, por eso no se paga; para ellos solo era merecedora de un par de tetas protésicas, la verdadera fuente de sus inicuas e insolentes miradas insaciables.
En una vida que el destino a fuerza me había trazado, la idea de comprometer mi corazón, no era más que una honrosa utopía reservada para los de afuera, los que no tenían que vivir atados a una blasfemia qué, en forma de secuela, perforaba mi conciencia haciéndome sentir culpable de un pasado sin futuro y un presente sin un mínimo trozo de esperanza. Pero esa noche, hasta las estrellas se enfilaron y de manera muy, muy tenue, invocaban el poquito de anhelo que la vida reservaba para mí. Todo era diferente, mi intuición me lo advertía, no era una noche cualquiera, simplemente era la noche.
Donde la dignidad había dejado de llamarse para convertirse en vergüenza y apatía, justo ahí encontraría la libertad a una vida saturada de agobio, maltrato y opresión, al menos, eso pensaba cuando de repente y por única vez, la elegancia y la finura en forma de cortesía, irrumpieron lo que hasta esa noche fuera mi dominio.
No veía la hora de despojarme de esos grilletes que taladraban mi alma, los mismos que cada vez me alejaban más de esa felicidad que parecía inalcanzable. Estaba dispuesta a todo, lo que sucediera esa noche era ganancia, en un mundo tan hostil; cualquier cosa por mínima que fuera, me haría respirar profundo y sentir que mi mirada estaba puesta en otra cosa diferente a lo que cada noche el destino me obligaba a ver. Y ahí estaba ese hombre, divergente, desigual, nada parecido a esos cerdos que sin piedad negociaban minutos de lujuria para sentirse grandes, machos, poderosos. Después de preguntar cuánto valía pasar una noche conmigo, entramos al cuarto del hotel destartalado y mal oliente, justo en la calle fénix, donde mi esperanza de una vida diferente, quedaba petrificada entre sábanas corroídas y paredes que custodiaban los más infames secretos de una existencia de aflicción y abatimiento. Mirando con asombro e incomodidad se sentó en la cama y me pidió que lo escuchara, que lo que pagaría por estar conmigo no era para saciar su necesidad masculina, lo de él era distinto, su corazón sin pensarlo estaba más adolorido que el mío, su desconsuelo era mayor pero vestido con otro traje, un traje de lino fino, imperceptible, impalpable. No exponía sus confidencias para avergonzarse, lo hacía para sanarse y me escogió a mí, justo a mí para sentir una libertad que yo no tenía. Por primera vez me sentí mujer, me sentí persona, me sentí humana, por primera vez pude comprender que ser mujer no era entregar mi cuerpo a cambio de dinero, ser mujer era sentirme importante sin ni siquiera imaginar que pudiera alcanzar ese singular adjetivo, mucho para alguien como yo. Lo fui, lo fui por unas horas en que pude dar de lo que no tenía, de mis entrañas abusadas e infringidas una y otra vez, salió la fuerza que conectaría mi cerebro con mis emociones, en una simetría casi exacta para aliviar, para dar, para ayudar. La noche era diferente lo sabía desde que abrí mis ojos en esa mañana de abril. Me había enamorado sin tener sexo, había encontrado lo que daba por perdido, ese ser que sin tocar un milímetro de mi piel abusada y rota, era el mismo que me estaba despojando de maldiciones pasadas, de recuerdos indignos, de pasados infelices y sin futuro. Lo dejé partir porque sabía que volvería; lo dejé cruzar la puerta, la misma que sería testigo de un juramento inusual, —volveré por ti— …
Hoy en mi cumpleaños número cincuenta, sigo frente a esa puerta de hotel, aferrada a una promesa rota, cautiva de mis bragas, moviéndome en el mismo sendero sinuoso de lo clandestino, en una voluntaria reclusión que cada noche me reviste de esperanza por volverlo a ver…
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