Nada importa. ¡Qué tan lejos estoy de todo!

Nada importa. ¡Qué tan lejos estoy de todo!

Nada importa. ¡Qué tan lejos estoy de todo! A cada paso que doy en el presente, a su vez sufre mi espíritu desgarros que vacía sus paroxismos internos acumulados. Cada pisada me conduce a la muerte inevitable: es mi camino cubierto de luceros apagados. El adagio del día es vivir, sin embargo, en descomposición me resulta todo cuando miro aledaño a los solitarios edificios que albergan las existencias de otros hombres. La vida es una podredumbre y se marchita con el tiempo sin freno, el último aliento ofrece el hombre. Mi caída es inevitable, o eso me imagino al contemplar los rostros transeúntes y emitir una sonrisa evanescente. Caemos todo el tiempo, como aquel viejo que con su bastón le impide lamer el suelo, o aquel joven que se doblega ante su amada. Lejos de la salud, la salvación, de la misma felicidad, he renunciado a las callejuelas que conducen a las grutas y cavernas de la serenidad. Estoy lejos de casa cuando no pienso en volver a mi caverna.

Desperté. Tenía un extraño sabor en la boca y de repente, al levantarme enérgicamente, sentía una amarga nostalgia que invadía en mi corazón. No sabía qué hacer. Decidí tomar un lápiz y unas hojas sueltas que dejé en el escritorio anoche. Me invadía en el interior una vaga pregunta, pero paradójicamente tenía una respuesta que me daba una bella imagen paradisíaca del ayer. Aquel acontecimiento era mi nostalgia: la sensación de una añoranza por el ayer que me ofrecía imágenes pintorescas de eterna salvación. Soñé el pasado y el futuro, pero ¿por qué no el presente? ¿Por qué tenía la sensación de no volver a soñar? Y lo peor, ¿por qué tengo la sensación de no dormir nunca más? Mis entrañas sentían un enorme hueco. Me apretaba el abdomen para sujetar mis vísceras. Pululante me dirigí de vuelta al escritorio. Desesperado, tomé lápiz y papel. Ninguna idea brotaba y poco me preocupaba, ya que en estos días la escritura se volvía más transparente y menos íntima. Aparecían en mi cabeza sólo imágenes que poco a poco se desvanecían. El lápiz se escurrió de mi mano. Fue en ese momento donde las cosas me resultaron más claras pero también menos comprensibles. Brillaban de una forma cuya luz iluminaba en mi interior, como si yo estuviera atrapado en una caverna y mi espíritu gustoso anhelaba una gota de luz del día que se divisaba en un agujero adosado por viejas raíces. Ya no puedo olvidar más.

Sin más, salí de ahí. Caminé errante por las callejuelas de esta ciudad gris. Me inundó por breves segundos el licor de la melancolía. “Sabía” tan agria que su presencia en mi tristeza me transportaba a un viejo recuerdo. No lo sé. Pero mientras más melancólico me encontraba, más agotado me sentía. Quise por un instante lanzarme a sus brazos cuando me sedujo. Pero todavía sin respuestas, lentamente la melancolía se marchaba, dando a mi espíritu una vez más la dosis de una profunda nostalgia. Miraba el camino con firmeza. No me sentía liberado pero tampoco aislado del mundo. En la soledad caminaba meditabundo y lentamente todo me era más conocido. Yo estoy en la ciudad y la ciudad está mí, ahora se me muestra claro todas las relaciones y sentidos apenas trazados en el boceto de las calles de una ciudad. Pensé que estaba lejos de todo, pero no fue así. A medida que caminaba meditando, una paradoja me asaltaba: veía a los hombres distraídos y concentrados al mismo tiempo. Veo hombres cabizbajos; pero al estar próximos a algo que parece apetecerles, se yerguen casi de manera espontánea. Acechan con la mirada lo que les apetece y al terminar se marchan de nuevo cabizbajos. Son transeúntes, me digo para mí. Sentía que estaba en la misma condición al creer mirar todo, pero solamente observaba la luz que saciaba mi hambre de nada. Al igual que las polillas se dirigen precipitadas hacia la luz, sedientos de calor, se arrojan a sus llamaradas hasta morir abrasados. O como los caballos que tienen orejeras, conduciéndose siempre a un singular rumbo sin desviarse.

¿Dónde me encuentro? En las siluetas dramáticas de la ciudad, cuyas piedras gritan su pasado. ¿Dónde estoy? En el instante mientras veo la luz del día llegar a su cima. Desesperado me encuentro que el silencio no canta ya en mi interior. El tumulto, el tráfico, la calumnia, habitan en esta región de múltiples nombres. ¿No he caído en el mismo infierno como los demás? ¿Por qué siento que no he salido de la caverna? Y otras preguntas invadieron en mi interior. Necesitaba respuestas y las encontré en todas las bocas y ladrillos del mundo. Sin estar satisfecho por las respuestas precipitadas, decidí pensar con ahínco y mirar alrededor con mayor calma. De pronto, al levantarme, comencé a marearme. El mundo daba vueltas a mí alrededor que pronto caí como una piedra. Sentí un vértigo insoportable. Al comienzo sentí un poco de miedo, pero cuando intenté levantarme, reí a carcajadas que todo el mundo volteó a ver. Todo giraba, todo estaba en contradicción me dije.

Al borde de la locura, veía que todo se marchitaba. Mientras más me preguntaban por mi salud, yo respondía con más preguntas. La noche de pronto apareció. Las luces del ocaso gritaron su despedida. Las preguntas atormentaron a todo el mundo, muchos quisieron brindarme respuestas y esperanzas. Estaba loco, lo sé. Pero loco de este entusiasmo que brillaba hasta en lontananza por solamente querer decir: nada importa. Estaba claro. Me sentía un inútil con desasosiego, pero mis preguntas me mantenían con vida. ¿Por qué debo ser útil para todo el mundo? No lo sé. Callé por un instante. No pude dormir, creyendo que al constatarlo, finalmente, podría hacerlo. Pero no fue así. Me mantuve despierto con un insomnio delicioso. Estoy así durante casi veinte años sin poder dormir. Miro el abismo y me pregunto, ¿a dónde tengo que dirigirme? ¿Soy ahora? ¿Qué soy? Por ello, en el instante, siempre pregunto.

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