La noche del sabio

La noche del sabio

Igor Mortecino

11/01/2019

Cuenta una vieja leyenda en mi pueblo que al final de la montaña, en la mera cima, vive un viejo sabio. Todo aquel que pueda llegar hasta él, tiene derecho a preguntarle cualquier cosa. Ya que sabe todas las respuestas de esta vida y de las que vienen.

Esa misma noche alisté un macuto con tres días de provisiones. Y a la mañana siguiente con la luz del alba, emprendí el ascenso.

La cruda naturaleza me empezó a pasar factura desde el mismo momento que crucé el umbral de su dominio. No estamos hechos para vivir en la intemperie, somos frágiles, vanidosos y torpes. A pesar de ser de mañana; en la montaña señorea a sus anchas la bruma, espesa y casi asible, no permite ver más allá de un brazo de distancia y para colmo el sol llega débil, menguado, su tenue luz no da calor, luce exhausta de tanto esquivar la gruesa capa vegetal que lo cubre y oscurece todo.

La primera noche no pude pegar un ojo. Los sonidos nocturnos son la peor cosa para soportar en soledad. Su atronadora estridencia forma un tamiz cerebral que solo filtra a la conciencia un simple paso de imágenes desordenadas y caóticas. Haciendo muy difícil conservar la cordura y muy fácil alucinar y desear no estar más.

A pesar de todo seguí subiendo. El segundo día me sentí un poco más fuerte. Ese fue el día que supe que todo está en la mente. Yo existo para mí. Sin mí, no hay cielo ni estrellas, no hay universo posible. El ser yo, me convierte en todos y en ninguno. De eso se desprende, lógicamente, que si yo no estoy, no soy. Y por tanto nadie más puede ser. De alguna manera llegué a la conclusión de que mi individualidad es a la vez mi bendición y mi martirio. Mientras estos y otros pensamientos se abrían paso trabajosamente en mi cabeza, me vi, de súbito, ante una colonia de hormigas caminantes que cruzaban el sendero.

No pasó mucho tiempo para darme cuenta de que existía en ellas una fuerte individualidad. pero no como seres únicos, si no como parte de un todo. Aprendí ese día que la conciencia tiene más de un nivel, y me vi forzado a reafirmar mi teoría.

¡El ser yo, me convierte en todos y en ninguno!

Ahora me sentía mucho más seguro de mí mismo y avanzaba sereno por la pendiente boscosa. Con la convicción de que sea lo que fuere que me dijera el sabio, solo sería un complemento a lo que ya por mi cuenta había solucionado.

La segunda noche fue mucho más placentera. Y el ruido, en ausencia del miedo, se tornó en música. Una banda sonora imperecedera que acompañaba y hacía fluir mucho mejor mis pensamientos. Esa noche reflexioné largamente. Me di un largo paseo por todo el “porqué de las cosas” y aprendí que podía estar solo indefinidamente, dado que cada vez me sentía menos “yo” y más “todos”.

La tercera jornada de mi ascensión solo la puedo calificar de «gloriosa».

La sabiduría acumulada durante los días anteriores hacía que prácticamente no sintiera mis pies posarse sobre la tierra. Era como flotar en las nubes de la verdad y el entendimiento. Fue cuestión de minutos llegar a la cima y verme frente a la gran cueva que servía de morada al viejo sabio.

Me sumergí en la caverna.

Para mi sorpresa, no estaba del todo oscura, o quizá mis ojos se adaptaron rápidamente a la penumbra. Lo cierto es que se adivinaba al final, cincuenta o sesenta metros más allá, un habitáculo profusamente iluminado de luz blanca, al cual llegué, casi inmediatamente y sin darme cuenta, en un suspiro.

En medio del recinto, un anciano de larga y blanca melena, de abundante barba cana y semidesnudo, permanecía sentado en pose de profunda meditación.

No sabía cómo reaccionar. Tenía la certeza de haber llegado allí para quedarme y contemplar el universo a su lado, pero no encontraba la manera de hacer contacto. De repente, algo inesperado sucedió.

El viejo sabio levantó su cabeza y dirigió su cara hacia mí, con los ojos todavía cerrados, era como si la mirada fuese algo irrelevante, ya superada por otros sentidos más agudos e importantes.

—Maestro, he llegado para quedarme a su lado —Mascullé sin mucha seguridad.

Una voz de eco me hizo estremecer, ya que sus labios no se movían:

—Ya lo sé hijo, pero antes, da una última mirada al bosque, que es hermoso y está en todo su esplendor.

Yacía bocarriba. Un desgarrador grito inverso provocó que un final y potente chorro de oxígeno llegara a mi cerebro haciéndome recuperar la conciencia. Abrí los ojos y vi mi cuerpo, casi exánime y en sus últimos estertores. Comprendí, por la herida en mi brazo, que agonizaba desde hacía por lo menos dos días por una mordedura de serpiente. Antes de regresar con mi maestro, le hice caso y contemplé el mágico paisaje natural que me rodeaba.

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