Tomé coraje e hice en la vereda, en la parte sin baldosas, un hoyo en la tierra. Hace tiempo que lo venía pensando, mas no sabía si era correcto a mi edad, a mis compañeras dolencias de espalda, hacer lo que hice en mis tiempos imberbes, pero es que no me aguantaba más, lo tenía que hacer. Ya lo dice el dicho o lo que fuera eso que dice “uno siempre tiende a volver a los lugares donde fue feliz” o algo así. Al principio de nuestras vidas pensamos siempre en el futuro, “¿Qué querés ser cuando seas grande?”, yo quería ser barrendero, jugaba a barrer las hojas secas de la vereda, al principio no me decían nada porque jugando estaba barriendo, pero cuando vieron que me gustaba mucho y no estaba pensando en una profesión más rentable, me apagaron el sueño diciendo que tenía que ser algo más y otras preocupaciones del mundo real, que no me interesaban en esos días, pero que igual me inculcaron. Luego de eso quise ser otras cosas, pero todas tenían algo en común, querer ser “grande”.
En mi adolescencia, me distraje con los placeres mundanos de esta vida, las fiestas con amigos, alcohol con los amigos, la vida con amigos, y en la calle, sobre todo en la calle, allá en la esquina de casa donde nos juntábamos por la tarde, después de ir a clases, y que nos quedábamos hasta altas horas de la noche, siempre amparados por los vecinos que no nos echaban del lugar porque decían que le cuidamos la cuadra. Los amores parecían tomar un protagonismo grande, todos ellos, los consumados, y los malogrados. Lo que quiero contar de la adolescencia, es que fue el único espacio de mi vida en que no predominaba más el futuro en mi vida, ya los anhelos de pequeño, de ser grande no estaban, y tampoco existía el pasado en mi, muchos dicen que el sentir del adolescente es el de un ser inmortal, y yo coincido, y mucho; a partir de ese momento clave en nuestras vidas, empieza la vida de verdad, la que pesa, o no. Pero en mi caso, al haber dejado de lado el forje del futuro, en los estudios, por disfrutar al máximo los placeres antes descritos, me traería más adelante arrepentimiento, por el hecho de no poder acceder a un trabajo mejor. Ahora a lo lejos lo noto, al final de esta etapa se empieza a invertir la balanza, la del futuro y el pasado, empieza a ganar más el pasado, aunque aún nos quede mucho futuro por delante.
En la etapa de adulto joven, fui feliz, quizás no tuve, como hubiera deseado, tanto dinero como para viajar por el mundo, pero si he conocido varios lugares, calles extraordinarias en Firenze, callejones angostos de adoquines, conocí algunas de agua en Venezia y la hermosa Ámsterdam, o las calles de tierra que llevan al mar en Valizas. Me encantaba en los viajes pensar en los grandes artistas que hubieran recorrido esas calles, o que batallas sucedieron donde estaban en ese momento, parados mis pies. Luego llegaba a mi casa, a mi barrio. y estaba la más linda, la que veía pasar a mis amigos, mis vecinos mi familia, mi calle, Salir a sentarme a lo sombra del árbol, en la puerta de mi casa, me hacía olvidar ese pesimismo de que no te alcance lo que hiciste, siempre te reprochas que pudiste haber hecho más, pude haber conocido muchas más calles, y museos, y plazas, “si esto o si lo aquello”. El pasado sigue avanzando, ganando la carrera, el futuro sigue sin más.
Ya en la adultez, conocí a mi esposa, tuvimos tres hijos, en el trabajo me iba bien, estaba seguro de que llegaría a la jubilación allí, cosa que así sucedió. Con respecto al tema de la balanza del tiempo, creo que esta instancia fue muy parecida, en cuanto al equilibrio, a la adolescencia; aunque si, ya no estaba la sensación de inmortalidad, por lo contrario, la muerte empieza a hacerse más presente en los pensamientos, pero en cuanto al tema principal, se pasó bien, un disfrute ver a tus hijos crecer y al ya contar con trabajo estable, que no me sobraba pero no me faltaba nada, hacía que los arrepentimientos de no haber estudiado no estuviesen, Pero eso sí, al abandonar la casa de mis padres para forjar una familia, abandone, sin darle mucha importancia en el momento, mi barrio, mi esquina, aunque no quiero decir que no me gustara mi actual calle, la de mis hijos.
Ahora los 80 años, cuando escribo esto, les cuento que al final, no es que pese el pasado, ¡solo hay pasado!, no están los amigos, los familiares, mi mujer no está, la sal no está, el alcohol menos. Solo me quedó una espina caprichosa, el volver a jugar en mi calle, en mi cuadra, una última vez al menos, me acordé que era muy malo para jugar a las canicas, y quise matar dos pájaros de un tiro; Jugar por última vez en mi cuadra, y mejorar en algo. Y ahí estaba, agachado aguantando el dolor de espalda, haciendo un hoyo en el suelo, junto a mi árbol favorito, una pareja que vivía ahora en esa cuadra, se bajó del auto, y se dispusieron a entrar a mi antigua casa, no sin dejar de observarme intrigados ni un momento, hasta que se decidieron por arrimarse a hablar, le conté el porque de mis actos, y, gratamente, se me unieron. Siendo sincero, no mejore mucho que digamos, pero me quedé contento por hacerlo y por haber hecho, indirectamente, que aquel matrimonio volviera a jugar en la calle, sin tener que llegar a desearlo en su futura avanzada edad. Al terminar le regale la bolsa de canicas a un niño que salía de la escuela, con un celular en la cara. No sé si sabrá usarlas, por la cara que puso, creo que no.
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