Balón, zapatillas y gloria

Balón, zapatillas y gloria

AGustin Villacis

10/01/2019

A la luz de la gloria, los sueños se juntan con la tempestad, el amanecer se filtra vigilando el viento, recogiendo el despojo de la noche que acelera una esperanza. Mi papá, con palabras llenas de misterioso miedo, me dice: «Hijo, despierta, ha llegado el gran día».

Me levanto, el temblor recorre mis piernas, y un fuerte dolor de cabeza extiende la oscura noche, llena de temores, llena de dudas. Mi padre me alcanza un vaso de agua con ocho pastillas para comprarle latidos de vida a mi corazón, latidos que se agitan en una distancia no conocida, como pájaro aleteando herido en su ruta al mar; me las trago despacito pensando en la gran final.

La ventana de la casa permanece testigo de la calle con sus veredas llenas de latas de cerveza y botellas de aguardiente vacías que riegan el pasto de cemento de la cancha donde aún queda el eco de la historia de la noche, donde borrachos y prostitutas agotaron minutos en ese teatro del amor. A sus costados, casas mixtas de madera, podridas por el tiempo, acariciadas por la brisa del río que fluye caudaloso cerca de la cancha.Los faroles aún encendidos confunden su luz con el amanecer.

Mi papá toma mis manos, me mira y me dice:

—El doctor nos pidió que no hagas esfuerzo físico. El riesgo es muy alto, hijo, tu corazón puede fallar, a tus doce años es muy riesgoso que juegues.

—¡El premio, papá! —le recuerdo—, son doce zapatillas de futbol nuevas para todos mis amigos. Si ganamos la final, todos tendrán zapatillas nuevas, quizás sea la única vez que las tengan.

—Hijo, cuando jugaba en la liga profesional, antes de mi lesión en la espalda, todo era un gran sueño. Mi nombre publicado en todas las revistas, entrevistas de televisión, la gloria era mi vida. Un día no pude más, caí sobre el campo de juego sin poder moverme, ese día todo acabó.

»Yo entiendo tu dolor, hijo, ve por el balón, las zapatillas, tu gloria, y cumple tu sueño.

Bajamos los 35 escalones desde mi apartamento hasta la calle.

Son las ocho, y miro a mi equipo, los Caras Sucias, así nos llamamos, y en el medio de una ronda de pasiones, veo cómo se calzan sus zapatillas viejas; al mirarnos intensamente traemos el milagro de un sueño.

La pelota sobre el centro de la calle, solitaria, esperando. Yo soy el único que calza zapatillas nuevas. Todos mis compañeros las miran, les trasmiten su ilusión, tocan sus franjas grises y blancas, que se transforman en gritos imaginarios que vienen de las tribunas; allí estarán los goles.

Mi padre está junto a su tienda de muebles ubicada en la parte baja de la casa, herencia de sus padres.

Poco a poco la gente va llenando las ventanas de los edificios, nuestras tribunas populares, desde donde todos gritan; todas ellas llenas de voces, miradas y sonrisas. En la ventana de mi casa algunos vecinos acompañan a mi madre, la abrazan. La calle va perdiendo su olor de la noche y se va transformando en el soñado pasto verde, el multicolor sabor del triunfo recorre los rostros de mi equipo; nos miramos, y les digo que sí podemos, que vamos a triunfar.

Mi padre nos reúne a todos y nos da el plan de juego.

—Tú, hijo, siempre te quedarás más allá del medio campo, conservando tus energías. Ustedes abrirán la cancha por la parte derecha y tratarán de llegar hasta el final por ese lado, una vez allí, deben regresar la bola a donde está Pedrito, quien se ubicará un poco hacia atrás, él te pasará el balón, hijo. Tú siempre tratarás de anotar, vencer a la defensa, que estará distraída, y luego siempre dispararás al arco. Recuérdalo, no deberás correr, solo deberás disparar.

Dentro de mí un pensamiento me invade: «¿Lo lograré?», me pregunto. Mi corazón late fuertemente, y el mareo continúa acechando, las imágenes de la muerte y la duda se apoderan de mí, no digo nada.

De reojo diviso a mi padre, me mira comiéndose las uñas; a un costado, cerca de los árbitros, está la mesa en que se exhiben las doce zapatillas.

Los gritos retumban en las paredes de las casas, y el eco de las voces penetra en mi espíritu. La bola me llega, gambeteo a dos defensas, y el arco se nubla frente a mi mirada; pierdo la bola y escucho los gritos, esta vez son más susurros de comentarios que se estrellan en el pasto de cemento y retumban en mi mente.

Las palmadas de mis amigos sobre mis hombros me dan un segundo aire.

«¡Sáquelo! ¡Sáquelo!», grita la gente en las tribunas.

Mi padre se levanta, me mira, y yo le hago la señal de que no lo haga.

Seguimos jugando, siguiendo la estrategia una y otra vez sin ningún resultado. Decido cambiarla, corro hacia la defensa, le pido el balón al arquero, cruzo a toda velocidad por el medio, obligando al equipo a subir, sigo sin detenerme, y el olor de la brisa del río se hace más intensa. Le paso el balón a Pedrito y continúo en línea recta hacia el arco, venciendo la defensa, mientras él eleva el balón sobre ella hacia mí, lo bajo con el pecho y corro hacia el arco, y justo al cruzar el área, disparo con todas mis fuerzas.

El balón recorre el aire rompiendo el silencio, acompañado por el sueño de mis amigos y por el miedo silencioso de mi padre, que junto al balón penetran en el arco por la esquina superior derecha. La gente abandona las tribunas, baja hacia la calle, la alegría se apodera de la situación, y mi cuerpo es lanzado al aire por los brazos de mi padre, mi equipo y la gente.

Veo el cielo, las nubes, la gloria, el balón, las zapatillas y sus sonrisas.

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