—Aún no tienes edad para leer a Silver Kane —me decía Aníbal.
Aníbal era el propietario de la tienda de tebeos que había enfrente de mi casa. En una repisa a la altura de sus hombros, había unos libritos —que casi nunca eran los mismos— con pistoleros, diligencias, caballos y rifles humeantes en las portadas; y en letras grandes, azules: Silver Kane.
Todos los domingos me daba la misma respuesta. Así que yo, o bien compraba un tebeo, o bien —agachado— elegía, mirando a través del cristal del mostrador, algún muñequito de plástico: un indio sioux con plumas rojas; un soldado a caballo sable en mano; un vaquero tumbado con un rifle; otro con un revólver.
Los perdí cuando me mudé.
***
Me soltaba de la mano de mi padre, mostraba una moneda en la palma de la mano y pedía un helado.
En mi calle había una heladería pintada de azul cielo. En este momento que evoco, mis ojos quedaban casi a la altura del borde superior del mostrador. Estaba coronado por cinco tapaderas cónicas plateadas, parecidas a los copetes de fantasía de las almenas dibujadas en los tebeos de El Capitán Trueno. El heladero levantaba una de las tapas y me llegaba un leve aroma glacial a fresa, que se disipaba cuando la cerraba. Lamía luego el helado, parsimoniosamente, como si quisiera que no se terminara nunca, hasta que oía el suave crujido del cucurucho.
***
Ya fuera porque mi calle estaba siempre muy concurrida, ya por un respeto reverencial, semejante al que mi abuela tenía hacia el salón de su casa, que solo abría cuando llegaban visitas, nunca jugábamos en ella. Lo hacíamos en una perpendicular —«el callejón»— y en la desangelada plazuela en la que desembocaba: allí dábamos patadas a una pelota, saltábamos a la pídola o lanzábamos el clavo.
El secreto del juego del clavo estaba en empapar el terreno. Para acarrear el agua desde una fuente cercana, utilizábamos unas latas que escondíamos en una casa deshabitada. Dibujábamos luego unos círculos y, en cada extremo, unos cuadrados. El juego consistía en hincar sucesivamente un clavo largo y grueso en los círculos hasta alcanzar los cuadrados.
En una portada de Silver Kane había visto a un vaquero lanzar herraduras a un clavo sujeto al suelo.
Una tarde de verano, ocurrió algo inesperado.
¡Clink! y saltaron unas chispas azuladas. El clavo hizo una pirueta en el aire y fue a hincarse en el muslo de Alejandro, el benjamín de la pandilla. Casi con la misma rapidez con la que se había hundido, el clavo se desprendió: un borbotón rojo surgió del agujero.
—¡Qué venga mi tía! —rompió a llorar el herido, que era huérfano de madre.
Por la delgada y pálida pierna de Alejandro se deslizaba un hilo viscoso que teñía de rojo el agua de la fuente. Yo no quería mirar.
No es que la tierra estuviera poco mojada aquella tarde, y por eso el clavo había saltado. No. Es que la piedra estaba allí, escondida, como el ladrón que aguarda en la oscuridad. Nadie la vio; y yo la golpeé de pleno. ¡Clink!
—Estaba de Dios —dijo mi abuela—. Y siguió friendo huevos para la cena. En la radio sonaba Marisol.
A Alejandro le llevé a su casa dos tebeos de El Jabato. Aníbal no quiso cobrarme uno de ellos.
***
En las fiestas patronales, los toreros atravesaban mi calle en unos coches negros camino de la plaza de toros, seguidos de la banda de música. Por la noche, las chicas regresaban a sus casas —cansadas— con los zapatos en la mano. Yo las veía pasar agarrado a las rejas del balcón, con la cabeza apoyada en el vientre de mi madre.
El jueves del Corpus, desde muy temprano, olía al tomillo esparcido en la calzada. Los niños que habían hecho la Primera Comunión, desfilaban en la procesión. El año en el que yo la hice, salí de mi casa y me incorporé al cortejo. Al final del recorrido, mis zapatos de charol estaban cubiertos de una capa de polvo verdoso y en los volantes de los vestidos de las chicas se habían quedado prendidas ramitas de tomillo.
Estrené aquel día mis primeros pantalones largos, pero aún no tenía edad para leer a Silver Kane.
***
Pocos días después de la muerte de mi madre, encontré entre sus cosas una fotografía. Aparecía yo en la puerta de mi casa, vestido de Primera Comunión, con mis abuelos y mis padres. Llevaba el pelo cortado a tazón, parecía Juana de Arco.
¿Qué había sido —después de tantos años— de la calle en la que nací y que fue mi parvulario?
Lo que vi me recordó al paso de los nazis por Varsovia. Después, sobre sus escombros, los rusos habían levantado edificios impersonales, monótonos, feos.
***
Visitaba la Feria del Libro. Por los altavoces anunciaron que Silver Kane firmaba su última novela. Bajo un aguacero, entre gente ajena a mis ansias, corrí al encuentro del misterioso autor al que nunca tuve edad para leer.
Silver Kane y yo, frente a frente, como dos pistoleros en mitad de la calle —que iba vaciándose— de un pueblo fronterizo. Aquella curiosidad infantil se evaporó como el humo tras un disparo: Silver Kane era, en realidad, uno de mis escritores favoritos: Francisco González Ledesma. La respuesta estaba en la solapa del libro: la censura lo había prohibido y publicaba con seudónimo aquellas novelitas de vaqueros que vendía Aníbal.
Fue más rápido que yo, desenfundó primero: «Una nueva novela del Oeste de un viejo insensato que ha querido ser joven y resucitar un mundo que fue. Silver Kane», me escribió como dedicatoria.
Regresé en ese instante a la tienda de tebeos. Mostré el libro a Aníbal. «Ya tengo edad», le dije. Olía a tomillo. ¡Clink!, y el reguero de sangre que brotaba de la pierna de Alejandro, encharcó mi calle, que eran solo recuerdos.
—Somos lo que fuimos, solo que en un cuerpo más grande —dije a Silver Kane.
OPINIONES Y COMENTARIOS