Se sienta frente al ordenador con la pantalla en blanco. No tiene nada en la cabeza. Suspira. Se rasca detrás de las orejas y se toca la incipiente barba mientras sus manos deforman su rostro como si fuera de plastilina. Vuelve a suspirar. Así pasa varios minutos. Se levanta y sus pasos le llevan a la cocina. Abre el frigorífico y coge una lata de cerveza. Tira de la argolla. En los anuncios hace otro ruido. Como los helados, donde el chocolate que muerde una sensual boca suena como… no sabe a qué suena, pero de lo que está seguro es que no suena como lo hace un helado de verdad.

Vuelve al estudio y mira por la ventana. El invierno se ha instalado tras los cristales. La lluvia y el silencio lo invaden todo. Y la oscuridad. Se sienta de nuevo frente al ordenador y deja la cerveza a un lado. Sin probarla. Escribe.

«¿Sabes cual es el viaje que no he hecho? —le preguntó al espejo — Este le respondió apuntándole con un revolver en la sien. Después se apagó la luz».

Pulsa la tecla de borrar. Vuelve a escribir.

«Los fines de semana no son para pasarlos enfadado. De repente llega el domingo, miras el reloj mientras te preparas un café y son las cinco de la tarde y entonces te das cuenta que el fin de semana ha sido una mierda, y todo por esa manía de ser un toca huevos. Pero no podía evitarlo.

Mañana sería de nuevo lunes. Otra jodida semana, con sus cinco jodidos y aburridos días …».

Joder, estoy hablando de mi. Vaya sensación de deja-vu.

«Los fines de semana no son para pasarlos enfadado» —vuelve a leer.

Es curioso, siempre estaba escribiendo sobre la gente, le gustaba observar a los demás, a sus compañeros de trabajo, —¿En que estarían pensando? —se decía mientras cuadraba balances en su aburrido turno de ocho a tres. Los conocía bastante bien y estaba seguro que sería capaz de adivinar lo que pasaba por sus cabezas. Cosas no demasiado parecidas de las que le gustaba escribir. Las mismas cosas que todo el mundo piensa pero que raras veces se atreven a expresar en voz alta. Quien sabe si por miedo a reconocer lo tediosa que les resulta su existencia y de esa manera tratar de ocultar una realidad evidente. Pero realmente no sabía nada de ellos, porque sencillamente no se preocupaba por saber como eran. Imaginaba, o mejor dicho, intuía como eran sus vidas, pero la que mejor conocía era la suya, y sin querer reconocerlo, era sobre su vida de lo que escribía. Esa vida aburrida, monótona, gris, que tanto parecía odiar y que aparentemente soportaban los demás, era la suya propia. Se dio cuenta de que escribía sobre sus frustraciones, sus carencias y sus fracasos. Lo había sabido desde siempre, y desde siempre se había negado a reconocerlo y por supuesto seguiría haciéndolo. Mientras pudiera seguir escribiendo y así poder vomitar toda su miseria, dejaría espacio para poder albergar la esperanza de una vida mejor y ¿por que no?, más feliz. ¡Ja! Felicidad. Un amigo, entre cerveza y cerveza le dijo que la felicidad es el conformismo de los tontos. Puede que llevase razón, visto desde cierto punto de vista, así es, pero es jodidamente duro reconocer que no se es feliz y él no lo era ni mucho menos.

Apaga el ordenador y decide salir a dar una vuelta. Es domingo, el mismo domingo del que acaba de escribir. El domingo del fin de semana que acaba de joder. Piensa en Marta. En todo lo que ella dijo, que su relación no iba a ninguna parte, y en su silencio. Que era cosa de dos y que cuando uno de los dos simplemente no está no había vuelta atrás. La dejó marchar sin pedirle explicaciones y sin tratar de detenerla. Simplemente no tenía nada que decir, sabía que tenía razón y tratar de convencerla para que se quedara no iba a cambiar nada.

Sin pensarlo demasiado sus pasos le llevan al río. Al viejo puente. Lo atraviesa y se detiene a medio camino. Aquel era uno de sus lugares preferidos. Si se encontraba deprimido o sin ganas de ver a nadie se dejaba arrastrar hasta allí y asomado a su forjada barandilla observa el lento discurrir de las aguas, procurando no pensar en nada, como si de esa manera sus pensamientos fuesen a desaparecer río abajo meciéndose lentamente arrastrados por el viento.

En los días de invierno como aquel, los tejados manchados con un leve manto blanco tiñen su vista de melancolía. Los viejos chopos desnudos que bordeaban el río, siempre le habían producido una inexplicable sensación de tristeza con sus delgadas ramas extendidas hacia el cielo como famélicos cuerpos pidiendo clemencia por el simple hecho de estar allí. En primavera era cuando más le gustaba. Las primeras hojas comenzaban a cubrir sus delgados brazos y el rojo de los tejados se abría paso entre los últimos restos de nieve. La vieja ciudad parecía renacer de nuevo, despertar del gris letargo que la había cubierto durante el invierno y dar la bienvenida a los primeros rayos de sol y al azul del cielo. Era sin duda cuando más bella lucía. El verano siempre le había producido sensaciones contradictorias. La asfixiante atmósfera que lo cubría todo ahogaba sus sentidos, y era a última hora de las tardes de estío cuando se acercaba hasta allí, cuando el sol se estaba ocultando y los innumerables destellos que producían sus últimos rayos sobre el agua se reflejaban en las ventanas que entreabiertas parecían ansiosas por aspirar las primeras bocanadas del aire fresco de la noche. El otoño era el ocaso. La muerte, el lento devenir a la fría desnudez.

Golpea con la mano un trozo de hielo que frágil cuelga de la barandilla y mira como se precipita preguntándose que se sentirá al ser engullido por las frías aguas.

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