Sale del local, la reina de la noche, la hija mala conducta del ex presidente. Veintidós años, hermosa hasta la envidia, soñada, rota, alumbrada. Hecha morbo ajeno y sonmoliencia propia. Tras ella su clan, el novio, dos compinches. Con la narices atiborradas de perico y las gargantas secas de Escocés, del que solo toman los de su clase. La empujan contra el Thunderbird del 74, propiedad de uno de los zagaletones. Unas manos levantan las faldas negras, otras bajan el escote, mientras las terceras descubren la nuca para estamparle un beso baboso, tosco. Desaparece lo divertido, la acción estorba, asquea, duele.

A escasos metros y sobre la Ducati de su hermano muerto. Tony de Vivo, traído en vientre desde la Italia de la guerra, campeón nacional de lucha greco romana en sesenta y seís kilogramos y diseñador de carteras de cuero de la fabrica italiana, es testigo tras la humareda de su Astor Baby Blue. Conversa con el portero del restaurant Hato Grill, sin perder de vista la acción. Desde el local la voz de Freddie Mercury con su Queen y su Bohemian Rhapsody seduce a la fauna nocturna que aún resiste la velada.

Tony y el portero apenas escuchan el grito, mezclado en la musica. El italiano baja de la Ducati, al tanto que es retenido por el portero. – no es cosa nuestra – . Pero el Tony se deshace del brazo y se vuelca sobre los patanes, que ya tienen semidesnuda e inconciente a la muchacha sobre el capó frio del vehiculo. Despues de golpes y forcejeos. Unos de los cuerpos vuela y golpea contra la pared del edificio contiguo. El segundo hace frente, tres movimientos y queda fuera de combate. El novio ajustando el pantalon corre a la portezuela y se coloca enfrente del volante. El motor ruge en el instante en que Tony recoge a la mujer, esquivando con agilidad a pesar del peso. Los compañeros del novio entran al automovil y se pierden. Tony se detiene y cubre la desnudez de la muchacha sobre la acera. Vuelve a levantarla, dirigiendose a la puerta del establecimiento.El Thunderbird chirriando cauchos, se ha perdido por la avenida La Salle, debería estar pasando bajo el puente de La Libertador. Pero sorpresivamente sale por la calle anexa, la Bogota, sin luces. Ya la muchacha ha despertado y aun atolondrada, es sostenida por el portero, mientras el Tony enciende la motocicleta. El auto se les viene encima. Antonio de Vivo se adelanta empujando al portero y a la muchacha dentro del local. Sin embargo, no alcanza a ponerse a salvo. Queda expuesto a la ventanilla del novio, quien sostiene una pistola, cortandole la visual que apunta a la hija del ex presidente. Esta escucha los diparos desde el suelo. Vuelven a chirriar los cauchos del Thunderbird y desaparece.

– Mala punteria – exclama con dolor el Tony, apretándo la rodilla izquierda.

– ¡Piccolino! – se escucha el grito. El borracho madrugador sale de su edificio de molduras y pisos de marmol. Viejo, menos que el edificio. Pero más viejo que el reloj de pared inservible en la penumbra de su apartamento. Fotografias en sepia de niños que ya crecieron, una pareja sobre una Ducati, en alguna playa del litoral. Otra de los dos hermanos sobre la misma motocicleta. Una del hermano mayor, alumbrada por un velón mustio. Hay mugre de años sobre los cristales de las lámparas, sobre trofeos y medallas en una especie de altar esquinero. Son espacios donde el tiempo permanece detenido en los objetos. Solo las sombras humanas cambian, se distraen elaborando destinos que no dependen de ellos. Se hace llamar Piccolino sin razón aparente. Va enfundado en chaqueta negra, corbata vinotinto, lentes oscuros, camisa blanca almidonada.

Recorre al son del bastón la acera propia de la avenida La Salle, baja por la calle Bogota y saluda al vigilante del Hato Grill. Luego de unos pasos repite – ¡Piccolino! – gritado. Como para no sentirse solo. Caracas da frío a esa hora. Recuerda todo. La carrera de luchador frustrada, la lealtad a la fabrica de carteras que lo jubiló hace un decada.

Fue hace cuarenta años y una lágrima se desplaza por un surco de su mejilla. Ese día la conoció y conoció el amor verdadero. Del que un hombre como él no podría zafarce. A pesar del matrimonio de ella, obligado con uno de los patiquines del este y del suyo por despecho. A pesar de los hijos y nietos. Antonio de Vivo, siempre quiso a la hija del ex presidente, la mala conducta. Ella le acompañó durante su recuperación. Salieron como novios, luego amantes, pasandose a la clandestinidad pues la hija de un ex presidente no podía ligarse con semejante espécimen, empleaducho de fabrica, rebelde sin causa. Hasta que en un descuido se la quitaron, amenazaron con romperle la otra pierna y ella cedió.

Dobla por la avenida Buenos Aires, nuevamente grita. – ¡Piccolino! – en esa esquina vive la escultora, que despierta con su grito. Ella le envió el nuevo inquilino. Pronto llega a la principal de Los Caobos, al puesto de empanadas y periódicos. Compra ambas cosas y se sienta.

Dos horas más tarde se levanta y camina en direccion a la avenida Andres Bello hasta llegar a La Salle. Baja, en la puerta del edificio se encuentra al nuevo inquilino sonriente.

– Arriba le esperan.

Olvida la cojera, sube apresurado las escaleras hasta el apartamento. Sin aliento abre, entra. Una hilera de botellas vacias de aguardiante le señalan la ruta a seguir. Atraviesa la sala, coloca los lentes, la corbata y el saco sobre la vieja máquina de coser cueros. En la habitación, recostada, semi desnuda ella lo espera. Al hombre que visita puntual en esa fecha despues de su matrimonio obligado. A su amante, salvador de amor y vida. Tony de Vivo, el Piccolino, su héroe de la Avenida La Salle.



Thunderbird. Acuarela de Jorge Díaz Carmona

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