Vivir las calles del Cabanyal

Vivir las calles del Cabanyal

En el Cabanyal, Valencia, si se juega en la calle, se vive en la calle. Es más, ésta forma parte del espacio privado.

Si.

Pero la calle no es el espacio de todos. Solo de algunos. Básicamente gitanos que juegan, cantan, bailan, tocan guitarras e instrumentos de percusión, hacen peleas de gallos o juegan al fútbol. A todas horas. A las horas que más se puede molestar. Cuando los payos quieren dormir o leer.

Mañana hace un año que vivo aquí. Mi calle está de espaldas al mar y no lo ves.Vine por el mar. La playa está muy cerca. No se ve desde casa pero se que está ahí, a unos pasos. Solo con andar cinco minutos, el paisaje se transforma: aparece la arena y el mar con sus olas atacando la orilla sin cesar. Es mi refugio, mi relax, mi fuente paz. Mi cargador de energía.

En el Cabanyal el ambiente es como de pueblo. No parece formar parte de la ciudad. Mi calle es una calle larga. Arzobispo Company. En ella, un poco más allá de mi casa, hay un colegio.

Cuando paso por la puerta en horario de entrar y salir siempre me sorprenden los ruidosos alumnos. Creo que son todos gitanos. Cada uno de ellos, cada niño, cada niña, llega invariablemente, acompañado de varios familiares. Van temprano a acompañar a sus pequeños. Formando grupos, por familias o tal vez clanes. Riendo, hablando, voceando. Sin recato alguno. Absolutamente libres. Seguros, claro, protegidos por sus parientes adultos que probablemente irán después a los diferentes mercados a vender sus productos. En cuanto sus hijos entren en el colegio. Miran a los payos a la cara, sin recato, con osadía.

Sus furgonetas, aparcadas sobre la acera, aunque haya sitios libres, están allí esperando, repletas de todo tipo de mercancías. Ellos no se preocupan de cerrar sus vehículos como los payos. No tienen miedo. Y no lo tienen porque son libres. Y, como son libres, son felices.

Sinceramente, les envidio. Porque vivo muerta de miedo. De tantos miedos. También de miedo a la calle. Pero no a sus habitantes por muy invasores que sean. Solo me dan envidia. Por las sonrisas que cruzan sus caras, por el brillo de sus ojos, por vestir de cualquier manera y aún así, andar erguidos, orgullosos de lo que son, seguros.

Los hijos de los payos también están muertos de miedo. Supongo que los padres se lo transmitimos. Miedo desde el nacimiento. Y crecen inseguros, incapaces, aterrados y por tanto infelices.

A ningún niño payo le acompaña más de una persona y además van siempre corriendo, riñendo, aconsejando. Rápido también el beso, escaso, de despedida. Y corriendo al trabajo. Vestidos «correctamente», limpios y repeinados. Esclavos de una estética que marca la moda. Incómodos en su elegancia, estresados hasta enfermar.

Algo falla y a medida que los años pasan por mí, más segura estoy de que nuestra civilización está equivocada y cada día me siento más sola ante la gente de mi entorno que vive de una forma que no les deja ser felices y sin embargo, no hacen, no hacemos nada para cambiar las cosas.

Persistimos en un sistema que retuerce nuestra voluntad hasta el dolor. Vivimos sometidos a una reglas que nosotros mismos aprobamos a pesar del dolor que nos producen. Y criticamos sin cesar otras formas de vida que, si bien no encajan con la nuestra, cada vez estoy más convencida de que son mejores.

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