Ella tenía cuatro, él tenía cinco, el protector tenía ocho. Los dos pequeñitos llegaban temprano, tomados de la mano, enfundados en sus uniformes azules, se plantaban frente a la puerta. Al rato su protector salía, con el uniforme un poco arrugado y su único cuaderno en el bolsillo trasero del pantalón, cruzaban algunos tramos enmontados y los chicos llegaban a su escuela; el protector caminaba una cuadra más y entraba a la suya.

Una mañana cualquiera fue descubierto en plena paliza a un niño del tercer grado y ahora, frente a la figura obesa del director, escuchaba con desdén una larga perorata.¡Estarás suspendido por tres días! ¡Y no quiero verte la cara nunca más! Su familia, por supuesto, jamás se enteró de su suspensión; así que decidió continuar con la rutina de siempre. Despreocupado por la escuela, puso un poco de atención en esos dos niños que venían a buscarlo todas las mañanas, la chiquitina tenía cara de estúpida –según él-y el grandecito estaba un poco enfermito.

Normalmente, bajaban al cauce de la quebrada porque frente a ellos aparecía un angosto puente que les atemorizaba, ese día una ligera llovizna había formado un hilo marrón de agua putrefacta por el cauce embaulado, pensó en regresar, pero el asunto de su suspensión le obligaría a dar explicaciones y no se sentía animado a eso.

Decidió caminar pegadito a la baranda derecha del puente, algunos automóviles salpicaban las medias blancas de ella, por lo que en un arranque de enojo, la levantó en sus brazos y apresuró el paso para salir de ese lugar peligroso, el hermanito intentó seguirlo , pero resbaló, dejó a la niña bajo una palmera que crecía al final del puente y regresó para ayudarlo; un rato después, entregaba su carga en la escuela mientras miraba las gotas deslizarse por sus manos y caer al suelo.

Cerca del mediodía descubrió algo que llamó su atención; un grupo de tres zagaletones,más altos que él, hostigaban a una niña grande pero pequeña, que esperaba desde hacía rato el autobús; le quitaron su bolso y luego la empujaron con fuerza, golpeándola con uno de los tubos que sostenían la cerca del colegio.

Su segundo día de suspensión lo comenzó con una duda preocupante, se unía al trío que asaltaban a los indefensos o defendía a los indefensos, era una decisión difícil porque en ambos casos tenía que pelear; de cualquier manera sustituyó su cuaderno doblado por una navaja de mango rojo, entregó a sus protegidos y luego se sentó en la banca, justo enfrente de la parada del autobús.

La chica de ayer apareció temprano, traía un bolso nuevo, al rato llegaron sus protegidos, luego varios adultos; se fue incorporando gente y más gente, finalmente una patrulla con dos policías; todos gesticulaban y hablaban, de pronto, varios dedos lo señalaron a él. No tuvo tiempo para levantarse, uno de los policías lo tomó por la franela y lo presionó contra la banca, el otro registró su pantalón y encontró la navaja.

Al final de la tarde lo dejaron cerca de su casa los mismos policías que se lo habían llevado, uno de ellos se quedó con la navaja, dijo que se afeitaría el culo con ella, un último golpe en la cabeza fue la despedida. Entró a la casa donde vivía, un poco tarde, pero a nadie allí le importaba su destino, aunque se fingía fuerte la mayor parte del tiempo, en el rincón de la pared junto a su cama dibujaba la cara de su madre con sus silentes lágrimas; hoy prefirió dibujar a su padre mientras lo defendía de los manotazos de esos policías.

En su tercer día de suspensión sentía que llevaba consigo dos vacíos, el del bolsillo trasero de su pantalón y el de su ánimo, por primera vez sintió algo de contento cuando vio a sus dos protegidos, ella se le antojó linda y él tenía cara de muchacho valiente. Cuando bajaron al cauce embaulado de la quebrada para esquivar el peligroso puente, un peligro aún mayor los aguardaba, detrás del erizado monte salieron los tres asaltantes de aquel día, el más gordito de ellos tomó a la niña en sus brazos y de una vez comenzó a revisarla debajo de su uniforme, un flacuchento con cara de esqueleto viviente puso su pie sobre la cara del hermanito, mientras el más robusto y alto de los tres lo miraba fijamente como si viera a un viejo enemigo.

¡Soy pana! Dice el protector manteniendo la firmeza de su voz, ¡eres sapo, chamín! –Responde el jefe de la banda- ¡burda e pana! Insiste mientras se golpea el pecho con su puño derecho, luego mira al gordo que manosea a la pequeñita y le dice al que tiene enfrente: ¡apenas está en preescolar! La risa del flacuchento y el corto machete que ostenta en la cintura su interlocutor lo convencen de la seriedad del asunto, desde su altura, solo mira el cabo del machete, en su pecho, solo una preocupación; sus protegidos.

El hermanito tiene la cara aplastada contra la mugre del cemento, su mano izquierda tiene al alcance un pastoso y hediondo mojón de mierda, piensa un instante que no son las heces de un animal, cree entonces que es el excremento de un Dios salvador, arroja como puede a la cara del flacuchento todo lo que cabe en su frágil mano, el impacto distrae un segundo a todos los presentes, menos a el protector, que ya tiene el machete en sus manos.

Nunca la hoja oxidada viajó tan rápido de un trozo de carne a otro, jamás una herida le dolió tan poco, en el paroxismo de su venganza contra la miserable existencia, cada tajo era su respuesta a la indiferencia, cada corte un reclamo al padre y a la madre insensible. Desde el fondo del cauce embaulado lograba ver la palmera, debajo de ella a sus protegidos; había entregado su carga y ahora solo miraba las gotas rojas deslizarse por sus dedos y caer al suelo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS