Era lunes, el día de la semana que más detesto, así como levantarme por la madrugada, como hice en ese momento y después de estar mucho rato en el baño aseándome y dando unos pestañazos, abrió la puerta mi querida madre con su bello saludo:

-Niña, se acabó el café, hace falta que cuando salgas del trabajo, me compres un paquetico de Serrano.

-Mami, no tengo dinero, todavía no he cobrado –le dije.

-Ana, yo te voy a dar el dinero, ¡oye, siempre estás en lo mismo! –exclamó frunciendo las cejas y me dio siete CUC cuando salí del baño.

-Oye y ¿si nada más veo el del paquete grande?

-No te preocupes, que ayer me enteré que hay del paquete chiquito en la Marina.

-¡Manita! Tú sabes lo que es…, tener que coger dos ómnibus desde Centro Habana hasta Santa Fe y después tener que coger otra más hasta aquí. ¡A Baracoa! – refuté, me miró fijamente y rezongando cruzó los brazos.

Luego, guardé el dinero en la cartera, acomodé el bolso en el hombro y fui caminando para la parada. Después de permanecer de pie mucho tiempo en ese lugar, llegó el ómnibus y frente a la puerta se congregó un tumulto de personas; cuando logré subir detrás de tanto avanzar y descender en el paso, tuve la desgracia de que mi recién estrenado pantalón rojo (mi color favorito) fuese bautizado con tierra colorada en la parte inferior y en esa ocasión grité todo tipo de improperios.

Cuando por fin llegué al trabajo, encontré mi color preferido en la tarjeta de firma y a pesar del agotamiento por el viaje, pasé por la desdicha de entablar una discusión con la jefa del departamento de recursos humanos y al final salí perdiendo. Posteriormente, en la oficina, tenía repleto de papeles la mesa, que todos los demás trabajadores, incluido el director, colocaron en cuestiones de minutos.

Por la tarde, después de comer un almuerzo frío, oí una voz mencionando mi nombre, diciéndome que me llamaban por teléfono y subí las escaleras para ir a la oficina de economía, donde único había medio de comunicación en todo ese centro, aparte el del director, pero ese era inaccesible:

-Oigo, ¡hola mi amor, cómo estás! –le dije a mi novio con los ojos chispeantes, cuando me puse el auricular al oído -. ¿Por fin vamos a salir este fin de semana? ¡No! Pero, mijo, siempre es lo mismo, me paso de lunes a viernes trabajando y cuando por fin puedo despejar, tú me vienes con que estás muy cansado, para que luego terminemos el fin de semana en tu casa viendo las películas pesadas esas que tú solo pones. Bueno, está bien, nos vemos.

Colgué muy enojada y volví al mismo sitio de siempre con aire desaminado, a lidiar con todos aquellos documentos hasta la hora de salida. En cuanto salí, recorrí las tiendas que aún estuviesen abiertas en las calles Reina, Galiano hasta llegar a Carlos III y en ninguno de esos locales encontré el paquetico de café Serrano, más bien el grande; entonces terminé en la Marina Hemingway, a pesar del infernal dolor en los pies y, por suerte, lo hallé. Llegué de noche a la casa y para sorpresa mía, estaban mis tíos y primos de Santiago de Cuba sentados en la sala. Cuando mi madre me vio en la puerta, sin darme un beso, preguntó por el café; enseguida lo saqué del bolso y ella lo agarró. Todo ese tiempo estuve de centinela atendiendo a la visita, afortunadamente, pude saciar el hambre con mi plato predilecto, espagueti y ya a la medianoche cuando se retiraron en sus respectivos carros, le pregunté a mami:

-¿Y mi café?

-¡Ay niña, se acabó! –me respondió colocándose la mano en la frente-. Esta gente se lo tomaron todo y yo estoy muy cansada, tuve un día… ¡fatal! No te preocupes, mañana te lo hago. Dale, báñate para que te duermas, que mañana tienes que madrugar.

Yo, como hija obediente, me bañé y al acostarme aparenté dormir, pero no fue posible porque no pude dejar de pensar en los grandes deseos que tenía de tomar café.

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