Ana Ozores, en las noches más oscuras y solitarias, desempolva su figura clariniana y se deja pasear por una ciudad que apenas la recuerda. Oviedo aún continúa viendo vagar a parejas de enamorados que, al igual que en aquella Vetusta decimonónica, buscan la complicidad de retirados portales para saciarse de amor. Viejos edificios, que vivieron épocas de mayores fortunas, ven desgarrarse en mil pedazos los blasones de unas familias a las que ya no sirven. Antiguos palacios, de una nobleza provinciana, hoy sirven de morada a vagabundos y otros desamparados del destino. Sus fachadas se ven violadas con pinturas, carentes de significado y ausentes de significante. Tan sólo unas letras ilegibles dejan cierto rastro humano en este ¿dibujo artístico?

Ana se despoja del bronce que la aquieta y, cuando nadie la ve, vuelve a sentirse mortal. La Catedral, a su espalda, tan gótica como inacabada, parece bendecir desde su
misericordia su transfiguración de escultura en un hermoso cuerpo de mujer. Su silueta, su rostro e incluso su alma, talladas por la imaginación del cincel de un artista, sirve de mudo reclamo para las fotografías que, turistas y otros despistados, se disparan, sin sospechar siquiera que la que está a su lado no es tan solo la protagonista ficticia de una novela.

Ella se libera de los renglones que la interpretan y, por unos instantes, sólo unos instantes, holla la plaza acompañada de sus recuerdos. Recuerdos que, dos siglos más tarde, se mantienen vivos en S. Salvador, con su Cámara Santa en las entrañas; en la Balesquida, capilla que fue consuelo de su tormento; en los palacetes, cuya hipocresía condenó a la Regenta.

Hoy, una sonrisa se le dibuja en los labios cada vez que unos niños juegan en la fuente, salpicándose con sus travesuras. Cada vez que la música callejera intenta ganarse unas monedas con su arte. Y cada vez que el sol, burlando las nubes, la acaricia.

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