Me desperté de aquel bello sueño por el zureo de las palomas, salpicando con sus picos mi ventanal, mientras los reflejos de un sol blanquecino se filtraban hasta mi cama. Aquél bello sueño me había transportado a mi niñez y juventud con sus divertidos juegos sobre la calzada de mi calle y el recuerdo de lejanos amoríos de mis compañeros.
Habían pasado muchos años desde entonces y tenía que volver a la realidad. Mi casa no era aquella y ahora vivía en la C/Narváez.
Justo enfrente de mi nueva casa, una vivienda algo más antigua, vivían un matrimonio con tres hijos y, como el dinero era algo escaso, había costumbre en aquella época coger huéspedes para ayudar al mantenimiento del hogar. La señora Joaquina que así se llamaba la pupila, trabajaba en una pastelería algo alejada de aquel hogar ; mientras Antxoni la mujer del gallo de pelea que así le llamaban los vecinos, se dedicaba además de asistir a algunas casas en calidad de asistenta, a donar sangre para las personas que tenían que ser operadas y necesitaban de tan preciado plasma. Yo lo recordaba porque en mi familia tuvimos la necesidad de recurrir a ella para estos menesteres. Además, venía a trabajar a nuestra casa en calidad de asistenta cuando se hacían las limpiezas generales y frotaba la madera del suelo con tal intensidad y empuje que la hacía relucir como un espejo.
Aparte de estas cualidades, su corazón era tan bondadoso, que llegaba al extremo de dejar a su marido el gallo peleón acostarse con Joaquina las veces que dispusieran.
Se llevaban tan bien que, daba gusto verlos a los tres juntitos los Domingos salir a pasear al retiro charlando armoniosamente. Antxoni como la llamábamos, de complexión regordeta, su rostro atraía las miradas por su gran colorido, como si de un farol se tratase. Joaquina iba siempre bien peinada, con un moño artesanal y su piel, por lo menos hasta lo que divisábamos era de una blancura al bórea. Los vecinos no podíamos dar crédito a lo que avistábamos. Una familia feliz, compuesta por un gallo peleón con dos mujeres y tres hijos.
Lo malo fue que, a pesar de toda la sangre donada, Antxoni que vendía salud a raudales muriera siendo todavía una mujer joven. Las cosas del destino.
Esta anécdota me ha venido a la mente, probablemente, después del sueño mantenido durante la noche. Seguramente al traspasar el umbral de mi portal y contemplar la casa de enfrente, su recuerdo ha penetrado en mi cerebro. ¿Puede ser la Navidad con sus ecos de santidad?
El caso es que lo que tenía en mente era hacer las compras de Navidad, pero una corriente se ha intercalado en mi cerebelo produciéndome un intercambio de pensamientos.
Una vez en la calle, caminé sobre los adoquines rayados, tantas veces pisados, esta vez, cuajados de hojas amarillas-marrones, en las que adentré los tacones de mis zapatos.
Las vidrieras de los escaparates lucían su esplendor , pegadas a sus cristales, copos de nieve artificiales intentaban darle un aspecto navideño.
Los chavales corrían por las aceras con sus patinetes, inundando sus luces nuestro caminar.
Dejando aparte mis recuerdos del pasado, nuestra calle representa todo lo que soy, entablo con los vecinos pequeñas conversaciones, añorando sobre todo en estas fechas aquellos que nos dejaron para siempre.
Muy cerca de mi hogar se encuentra el mercado de Ibiza, debo confesar que mi ego se enaltece al comprobar que los dueños de sus establecimientos me saludan al pasar, «ADIOS CARMEN», simplemente estas palabras son capaces de producir un halago interior.
Disfruto intensamente con el Parque del Retiro, unas veces, sentándome en un kiosco para saborear una cerveza, o dirigiéndome a su estanque a través de sus alfombras multicolores. Observo infinidad de barquitas y siento deseos inmensos de remar una de ellas, recordando aquellos tiempos de juventud en mi tierra querida. Sus aguas, a pesar de recibir los chorros plateados del sol, me dan la impresión de estar algo sombrías. Contemplo las parejas de enamorados con sus besos apasionados, mientras las hojas caducas de los árboles van acariciando su ropaje. Miro con cierto pesar a grupos de ancianos, acariciando sus manitas sintiendo el recuerdo del que se fue.
En el centro de Narváez, tengo mi cine RENOIR, me gusta mucho visitarlo sentándome en sus incómodas butacas y soñar con lo que me brinda su pantalla, unas veces riendo, otras llorando y la mayoría de las veces pensando en todas las impresiones que corretean por mis venas haciéndolas vibrar de una u otra manera.
En el atardecer, me alegra mirar las terrazas repletas de gente, intercambiando sus risas, acompañados por las guirnaldas de colores que con la fuerza del viento penetrante actúan como si de una coral se tratase.
Más al llegar a mi hogar, junto al rincón de LA CAIXA, un joven, guapo y bien plantado, se dispone a pasar su noche fría, bajo sus mantas regaladas, esta vez, iluminado bajo las bombillas resplandecientes de la calle. ¿Para él también es Navidad? ¿No resonará en su cerebro los olores del hogar que algún día dejó?
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