Estaba allí, observando a los humanos, viendo cómo el tiempo transcurría innegable. En un instante me propuse caminar, vi a todos transitar, maullé y maullé sin que nadie me devolviera la mirada. De repente una estudiante se detuvo sobre sus pies, sus ojos se llenaron de luz, flexionó sus rodillas para agacharse.
– Sos precioso –respondió ante mi mirada acosadora.
Enseguida me acarició, como nunca antes habían hecho los demás. Desde ese día, la seguí todos los días hasta su casa, observando su cabello en el viento y su sonrisa, porque ella sabía que ahora estaba enamorado y la ponía contenta saberlo. Escuchaba gritos desde el interior de la casa y observaba cosas ser reboleadas por la ventana, me preguntaba ¿Cómo podría ella seguir sonriendo con una vida tan devastadora? Me preguntaba ¿Qué pudo haber pasado antes para acabar de esa forma, tan repudiable, tan deleznable?
Entonces en un lunes lluvioso, la vi llorar, se despedazó, mientras todos la ignoraban y uno que otro murmuraba que quería llamar la atención ¿Por qué querría la atención de unos desconocidos? Me aproximé para ronronear y restregarme contra su pierna. Ella sonrió de una forma que me lastimaba, como si fuese a llorar de nuevo, como si fuese a desvanecer en ellas, en sus lágrimas. Y me tomó en sus brazos. Era tan sensible, era yo tan así, siempre fuimos ignorados, éramos el uno para el otro. Nos fuimos juntos, podía sentir su corazón acelerado y la lluvia no paraba de caer copiosa y fastidiosa. Al llegar a su casa vi que alguien abrió la puerta, fue su madre, ella tenía la cara lastimada, sonrió, y el amor de mi vida también lo hizo. Al fin, él se había ido y yo había llegado justo a tiempo.
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