Calle Galileo esquina Cea Bermudez, Madrid.
La confluencia de las calles Galileo y Cea Bermudez de Madrid, tenía casi todo lo necesario para sobrevivir: un banco, un supermercado, un 24/7, una gasolinera, un kiosko de revistas y periódicos, una tienda de chuches a tres metros y, lo más importante, a Christian.
Yo había conocido a Christian nada más llegar a España. Me lo crucé una vez en Galileo y me pidió una limosna. Me confundió mucho ver a aquel hombre tan joven, flaco, barbado y rubio como un Cristo renacentista, pidiéndome monedas para pasar el día. Abrí mi monedero y descubrí con estupor que sólo me quedaban pesetillas. Las agrupé todas y se las dí en un pequeño montoncito, más avergonzada que otra cosa al ver mi propia eventual pobreza que no alcanzaba ni para un mísero café. Al dárselas, como estaba muy nerviosa, falló el trasvase mano a mano y cayeron todas por el suelo. Pensé que él se daría cuenta del escaso valor de mi dádiva y que las dejaría desparramadas pero, para ahondar más mi incomodidad, el pobre hombre se agachó y se puso a recogerlas una por una.
Tiempo después, se estableció en la famosa esquina. Me inspiraba tanta ternura que, cuando cambiamos de moneda, me aseguraba de tener siempre una de dos euros para entregársela. La gente usualmente le rehuía como se rehuye a un loco peligroso. Es verdad que no estaba aseado al gusto de las señoras de misa de domingo, apellido compuesto y abrigo de pieles del barrio, como toda persona que vive desde hace mucho en la calle. Pero lejos de ser agresivo, era más bien temeroso y escurridizo. Como un gato feral que ha padecido el maltrato de niños y adultos que incluso se divierten con ello, descubrí que Christian nos tenía miedo. Pronto lo comprobaría.
Uno de esos febreros, empezó a nevar en Madrid. No sólo los niños se sienten hechizados por la nieve y la acompañan con gritos de celebración, yo también. Salí a recoger a mis hijas del colegio casi danzando sobre la acera. Cerré los ojos unos segundos y bajé el paraguas para sentir cómo los copos me rozaban suave y fríamente. Pensé, qué bello es vivir. Entonces, lo vi. Iba caminando descalzo y semidesnudo, sin llevar nada consigo. No como otros sin techo que cargan una maletica, una manta o una bolsa de dormir a cuestas. Sólo tenía un brick de vino en una de sus manos y la otra la tenía libre, extendida para pedir una pizca de piedad traducida en monedas. La felicidad que me trajo la nevada se diluyó con la nieve del asfalto.
En esas épocas, yo estudiaba varios idiomas y pensé que podríamos hacer un intercambio y podría pagarle como solía hacerlo con otros, «dignificando» el dinero que recibía. Me imaginaba que lo integraba en sociedad, que podría buscarle un trabajo, un domicilio fijo. Me acerqué a él para sondear esa posibilidad. Le pregunté su nombre y me dijo Christian. Inquirí sobre su procedencia, Alemania, me aclaró. Y yo pensé: ¡Leches! El único idioma que nunca he intentado estudiar. Fui consciente de que esta barrera se constituiría en un muro de piedra entre nosotros porque, además, su español era demasiado precario. Intenté ir más allá. Para caerle simpática y tratar de acercarme, le pedí que me contara el por qué estaba en España. Él me miró desconfiado y aterrorizado, se separó de mí como si le hubiera amenazado y salió corriendo y se perdió en la cortina de nieve. Entonces, me di cuenta que esta criatura no sabía que ya en Europa no había fronteras ni pasaportes, que nadie lo expulsaría de España porque era ciudadano continental, que estaba en casa. ¿Por qué había recalado en un país tan lejano y tan diferente culturalmente? ¿A quién había dejado atrás? Tal vez una madre, un padre, un hermano o hermana estaban buscándolo en algún pueblo o ciudad alemán. Jamás imaginarían que estaba en la capital española.
Podía haber intentado preguntar en la Embajada, pero ya tengo la edad suficiente como para saber que no se puede atajar un río con las manos, que es insano atrapar a un pajarillo herido una vez curado, que el desamor es irreverente y que las ansias de libertad están por encima de los elementos. Por eso no volví a insistir.
Cada mañana, durante unos ocho años, la presencia de Christian fue constante. La corriente de niños y niñas con sus madres avanzaba por Galileo y se detenía en el cruce con Cea Bermudez y allí estaba él esperando la consabida moneda. Luego, más tarde, era difícil encontrarlo. Yo lo imaginaba recostado en cualquier banqueta disfrutando de los rayos de sol y de su cuestionada forma de sentirse libre.
Hasta que un día desapareció. Inicialmente, pensé que tal vez volvería a la mañana siguiente, que había amanecido en otro sitio y se sentía confundido. Pero no lo hizo y la tristeza inundó mis idas y venidas a la escuela de mis hijas. Echaba en falta su quijotesca figura. Una vez más constaté que no recordaba cómo había sido la última vez que lo vi. Vivimos una vida tan apresurada, que los detalles que de verdad merecen la pena ser captados se van perdiendo en la inconsciencia de nuestra vida material. Nunca más volví a saber de él. Deseaba profundamente que hubiera cambiado de esquina, que algún familiar lo hubiera recogido y que estuviera de vuelta en su lejana Alemania. O cuando me ponía agorera, que, tal vez, víctima de los alcoholes, había amanecido muerto en esos gélidos inviernos madrileños.
Muchos años después, al terminar la exposición de la Metapintura en El Prado, me encontré con una escultura del Cristo yacente. Agapito Vallmitjana Barbany había usado a su amigo, el pintor Rosales, como modelo. Me detuve unos minutos ante la belleza de ese hombre y por unos instantes tuve la sensación de que en realidad había utilizado a nuestro Christian. Que no hacía falta seguir buscando.
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