Cada temporada que pasábamos en la pensión del señor Martín, tenía que negociar con mi madre las calles que podía cruzar.

En el pueblo los niños no preguntábamos, la calle era nuestra. En la ciudad era distinto, mi madre temía que me confiara y cruzara sin mirar.

Si no llegábamos a un acuerdo, el asunto se zanjaba con bájate a la plazoleta, ahí siempre hay niños.

La plazoleta estaba detrás del edificio donde vivíamos. Bloques de pisos flanqueaban tres de sus laterales; el lado descubierto lo protegía un muro que era nuestra fortaleza. Por allí pasaba una carretera que sí podía cruzar, pero no ir más allá de la siguiente. Era un solar de tierra donde siempre había alguien jugando al fútbol. Al fondo, un tobogán abollado y un laberinto descolorido.

Que nos aceptaran en aquel lugar no era fácil. Era el territorio del equipo local, de los titulares por derecho. Nosotros, los niños del hospital.

Desde que abrieron el centro sanitario al otro lado de la autovía, habían proliferado las pensiones en el barrio. Pisos viejos y descuidados donde madres con niños se alojaban temporadas mientras mejoraban sus problemas de salud. Habitaciones con derecho a cocina donde pasaban el tiempo lejos de casa y de todo lo conocido.

Nosotras ya éramos veteranas y el señor Martín nos guardaba la habitación del balcón, un lujo. Dos camas, una mesa camilla con dos sillas y otra auxiliar para poner una tele que mi madre alquilaba por meses. Lo mejor era el balcón, donde yo salía a jugar con mis recortables. Pasaba la persiana enrollable por la barandilla a modo de toldo y bajo su sombra creaba mi universo.

Pero hasta llegar a aquel paraíso habíamos rodado por un sinfín de habitaciones oscuras y pequeñas con una sola cama de somier chirriante, donde nos sentábamos a escuchar los seriales radiofónicos mientras mi madre hacía labores de ganchillo.

Nuestra habitación era el lugar de reunión para el resto de inquilinos. Mi madre ejercía de anfitriona con las mamás y yo compartía mi espacio con los niños.

Pasábamos las mañanas en el hospital. Recibía rehabilitación en mi brazo dañado por una intervención quirúrgica desafortunada.

Hasta que construyeron la pasarela, mi madre saltaba los quitamiedos de la autovía conmigo en brazos y aquel horrible aparato ortopédico que tenía que llevar día y noche. Uno a uno, cruzábamos todos mientras repasábamos la tabla de multiplicar, a no ser que estuviera cortada la carretera porque se esperara el paso del Caudillo, que no vivía lejos.

La hora de la merienda daba el pistoletazo de salida para bajar a la calle. Pan con chocolate y un vaso de leche, preámbulo de tardes de juegos, risas y peleas.

Llegar hasta allí había sido duro. Ahora entiendo que aquellos niños nos miraran como a extraterrestres que habían invadido aquella plazoleta. Llegamos con nuestros brazos de plástico, pinzas retráctiles, cabezas grandes y lenguajes extraños. Vaya equipo el nuestro, la liga de los seres extraordinarios, como extraordinaria era nuestra fuerza de voluntad.

Pretender que hicieran equipo para jugar al fútbol, balón prisionero o la vaca plantada con semejantes candidatos era toda una osadía, pero poco a poco empezamos a tener aliados.

Se corrió la voz de que mi madre había sido peluquera y no tardó alguna vecina en entablar amistad para que le pusiera los rulos y peinara. A cambio de aquel servicio, Paula la vecina del segundo, animó a sus hijos Bego y Nacho a que se acercaran a mí.

Supongo que al principio se resistieran al encargo, sobre todo por la reacción del resto, pero con el paso del tiempo se convirtieron en mis amigos y protectores. No tardó en unirse a ellos Inés, que vivía en el primero. Su familia era testigo de Jehová y sus padres le inculcaban aceptar a todas las personas por igual. Su religión le suponía un hándicap para ser admitida por el grupo, así que se unió a nuestra cuadrilla.

Bajar a jugar con el aparato era impensable para mí. Un conjunto de placas metálicas y cinchas rodeaban mi cuerpo para sostener el brazo en alto y el codo flexionado para terminar con una férula de material rígido que mantenía mi mano abierta.

¡Jau! decían a mi paso. Cuántas llantinas y súplicas tuvo que soportar mi madre que no consentía en quitármelo.

Al año de llevarlo, podía estar libre de él unas horas, justo el tiempo de bajar a jugar, aunque la férula se mantenía. Me venía bien, pues si era necesario podía utilizarla como defensa. Nadie se atrevería con la niña puño de hierro. El primero en probarlo fue el hijo del panadero por llamarme manirrota. La costumbre se le pasó pronto.

Cuando jugábamos a piratas éramos los reyes. Miguel con su gancho era el Capitán Garfio, Andresito el cojo, el hombre de la pata de palo y la dulce Sonia de dorados rizos y un circulo pintado en el tobillo, la damisela en apuros cautiva con grilletes. Yo, de cuerpo menudo y pelo corto solía encarnar a Campanilla esparciendo polvos mágicos depositados en mi manopla.

En el otro bando destacaba el capitán de la fragata que nos perseguía. Paco, un chaval que vivía más lejos, pero que descubrió la plaza el día que se fijó en Bego. Más avispado y rebelde que los demás, se convirtió enseguida en líder y por una extraña razón o tal vez no tanto, pasó a ser uno de los nuestros y de este modo, los problemas llegaron a su fin. Se acabaron el vete de aquí bicho raro, el tú no, que pierdes siempre, el anda a llorarle a tu madre. Con su carácter y carisma arrolladores consiguió normalizar la plazoleta y la convirtió en lugar de encuentro para todos.

Tuvimos muchas bajas a lo largo de esos años, algunas muy dolorosas como la de la preciosa Sonia que no entendí hasta mucho después.

Aquellos recuerdos han guiado de nuevo mis pasos a ese lugar, que 45 años después apenas ha cambiado.

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